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La niña y los soldados

Julio César Londoño
04 de julio de 2020 - 05:00 a. m.
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El domingo 21 de junio El Espectador publicó una caricatura de Thumor. Es un diálogo entre dos perros: «¿Viste el video del soldado matando al perrito?». «Sí, ¿y usted se imagina lo que hacen cuando nadie los graba?». En la tarde de ese mismo día sucedió lo que nadie podía imaginar: el ataque sexual de siete soldados a una niña. El hecho horrorizó al país. Que un hombre cometa una atrocidad es doloroso, una afrenta a la sociedad toda. Que el hombre sea un soldado agrava el cuadro. Lo que nadie entiende es que sean siete soldados y que ninguno haya levantado un dedo para evitar esa ruindad. ¿Cómo pueden siete seres humanos contemplar el dolor, las lágrimas, los gritos y la sangre de una niña sin conmoverse? ¿Cuántos miles de predadores de este tipo estaremos cebando en los cuarteles? Lo pregunto porque se sabe que el maltrato físico es una materia básica de la formación militar y que el acoso sexual a los subordinados es más frecuente de lo que uno pudiera esperar de ese virilísimo estamento.

Siete animales. Quizá humanoides. El séptimo no participó, se limitó a mirar. Un gesto suyo, una palabra, y la niña habría regresado con las guayabas a la casa ese domingo. Asustada pero no destrozada. Una palabra habría bastado. Son sujetos cobardes.

De siete animales, solo el octavo resultó humano. El oficial a cargo de estas bestias, un sargento del pelotón Buitres II, denunció el crimen ante la Policía y apoyó a la comunidad embera en las pesquisas iniciales. (Ayer la prensa informó que el sargento fue retirado del Ejército. ¿No tienen cabida allí los militares correctos?).

No son casos aislados, señor ministro. Solo desde el 2016, se han abierto 118 investigaciones contra militares por abuso sexual.

Pero el problema no es de números ni se limita a los cuarteles. Es mucho más grave. En mitad de esta tragedia, la senadora María Fernanda Cabal no pensó en la niña ni un segundo. Solo le preocupó el buen nombre de lo que llama la «fuerza letal» y sugirió que podía tratarse de un falso positivo.

En su columna del domingo pasado, Salud Hernández no ahorra calificativos contra los soldados (depravados, pervertidos, delito brutal, espantoso), pero desliza entre líneas que a la niña «le había caído bien un uniformado» y anota un agravante que ni la Fiscalía advirtió: «Los soldados no usaron condón». ¡Joder!

La columna está enfocada a salvaguardar el honor de las Fuerzas Armadas y a recordarles a las Farc sus crímenes contra los niños.

Y la conciencia moral de Colombia, ¿qué trinó? Nada, pero es fácil adivinar su pensamiento: «Si una niña anda sola en el monte, ¿qué supone uno?». Tiene razón, señor. Esa niña buscaba que siete hombres la ultrajaran para luego errar en la noche, confundida por el shock o por la vergüenza, sangrar en el monte como un cervatillo herido, quedarse dormida llorando en la manigua, meterse al alba en las heladas aguas del río San Juan tratando de borrar lo imborrable y sentarse luego en las piedras de la ribera a tiritar de miedo y de frío hasta que la encontraran los guardas embera con la falda rota y mojada y los sueños vueltos mierda.

El problema, repito, no se limita a los cuarteles. A buena parte de la sociedad colombiana la suerte de los niños de estratos bajos le tiene sin cuidado. Si el niño es indígena, hay que tirarle un muro para que no contagie a los niños de los patricios. Si está en compañía de 17 niños más en un campamento guerrillero, el presidente ordena un bombardeo para acabar con la rata y con la ratonera, y si mucho se cae un ministro que ya iba de culo porque vivía borracho. O lo ponen de embajador en alguna parte. Y ya.

 

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