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Un niño de 14 años discute con su padre. Corren los años 70. El señor es medio jipi, o bucólico. Y alcohólico (años atrás, dejó olvidado al niño en un bar). También genio, tal vez el más agudo filósofo latinoamericano de la historia. Como no cree en la escuela, ensaya otros métodos, entre ellos «La contraescuela Franz Kafka», que resultan peores que la escuela, o que no satisfacen al niño. Por eso discuten. El niño le saca la piedra con un tino precoz, el genio grita «¡Basta!» y le señala la puerta. El niño hace su maleta: tres mudas, cinco libros y un tablero de ajedrez, y recorre despacio el zaguán. Es soberbio pero solo tiene 14 años. Quizá está pidiendo en silencio una caricia del padre. Seguir en casa. Eso es todo. Pero el genio le hace un comentario cruel. «No creo que llegues a la esquina». Esto fue demasiado. Soberbio y valiente, el niño se marchó para siempre de la casa.
Al principio le fue bien y trabajó en una granja de conejos, limpiando las jaulas y alimentándolos y jugando con ellos, decenas de gazapos blancos de ojos rojos, hasta el día que le ordenaron matar 14 conejos para atender un pedido. El niño se negó, el dueño insistió, «Lo tomas o lo dejas», el niño obedeció, mató 14 conejos y renunció al trabajo una semana después, pero el daño estaba hecho.
Estas son las dos primeras tragedias de Lo que no fue dicho, la novela donde José Zuleta nos cuenta su vida. La parentela, los ancestros, los protagonistas y los personajes de reparto que desfilan por sus páginas son rutilantes: un capitán de la real marina española; Jorge Isaacs; Fernando González, amigo de la casa; Estanislao Zuleta, el padre; María del Rosario Ortiz Santos, la madre, sobrina de Hernando Santos.
Pasan también Gardel, carbonizado junto con un abuelo de José, tripulante también del vuelo fatal; Camilo Torres, Belisario Betancur, Álvaro Pío Valencia, José Antequera, Bernardo Jaramillo, amigos de su padre. Incluso Picasso, o al menos su silueta en la cortina de una ventana, aparece en un paisaje luminoso de la novela. Lo ilumina Picasso, claro, pero sobre todo la prosa del autor, un instrumento de alta precisión que no se extravía en excesos poéticos ni en la resequedad que la narrativa contemporánea estila.
Cualquier otro autor habría sido arrastrado por la gravitación de cualquiera de estos personajes. José Zuleta, no. Los notables entran y salen de escena y uno no los echa de menos. La vida de ese niño que tiene que matar a sus amigos de juego; del joven que descubre el amor, la bohemia, la literatura, el ajedrez; del hombre que envejece con sus libros, sus oficios y sus dudas en el «tablero de negras noches y blancos días»; del hombre que reencuentra a su madre casi agónica después de un abismo de 27 años; del hijo que sostiene con el padre filósofo diálogos llenos de tensión, controversia, ternura reprimida; del hijo que nunca le mostró a su padre los poemas de los que quizá estaba orgulloso; del hijo que conversa con su madre porque quiere rescatar esa historia, o escribir una novela, o evitar que agonice muy sola.
Escribir sobre sí mismo es una tarea imposible. El escritor termina perdido por la vanidad y esponjado como un pavo real, o aplastado por la modestia como una cucaracha. De alguna manera que no logro explicarme bien, José Zuleta sortea estas dos trampas, alterna con un «reparto» intimidante sin dar ni pedir cuartel y nos regala una historia de formación auténtica, sincera, tensa, inteligente.
Lo que no fue dicho es una novela que está destinada a figurar, no tengo la menor duda, en un anaquel muy destacado de la narrativa latinoamericana contemporánea.