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El comprador de libros es una criatura anhelante y su avaricia cae ante su prodigalidad. Él siempre encuentra alguna razón para comprar otro libro. Si el conocimiento y la poesía son infinitos, ¿por qué ha de ser finita su biblioteca?
El cerebro, los ojos y los dedos del comprador operan así: el sujeto recorre una librería; ve, digamos, el Crátilo, el estudio de Platón sobre el lenguaje en la impecable y esbelta edición de Gredos. Las yemas de sus dedos se humedecen y le recuerdan unos versos. “Si (como el griego afirma en el Cratilo)/ el nombre es arquetipo de la cosa/ en las letras de rosa está la rosa/ y todo el Nilo en la palabra Nilo”.
Cuando se dirige a la caja lo asalta la voz de la avaricia: ¡Tú tienes las obras completas de Platón y nunca las lees!
Calla, ignorante –le responde la prodigalidad–, Platón solo es legible en su forma leve y alada, Gredos. Además, ¡quién ha leído nunca las obras completas de nadie! La mera contemplación de esos mamotretos abruma, fatiga y embroma.
El comprador acepta que tiene demasiados libros intactos, es verdad, pero ¿hay algo más triste que una biblioteca sin sorpresas, una totalmente leída?
Así son sus argumentos, monolíticos. Paradojales. Puede comprar su tercer Bartleby por el papel, por sus márgenes anchas, porque el prólogo es de Vila Matas o para regalarlo a un amigo. O simplemente porque su corazón, maniático y pueril, ama los libros nuevos.
Para adquirir el cuarto ejemplar de Paisaje con figuras –crítica plástica y literaria, caviar beluga– el comprador no tiene que alegar que Antonio Caballero es más ágil que Steiner y Bloom juntos (casi sumo a Borges y a Pascal Quignard). Le basta saber que esta edición tiene tapas duras y que nunca será reeditada. Punto.
Si compra títulos que ya tiene en su biblioteca, imaginen su ansiedad cuando descubre títulos sugestivos y desconocidos. El libro desconocido encierra una promesa de felicidad. Ahí puede estar la obra que fue escrita para sus ojos, esa que busca hace muchos años, todos los días, en todas partes, incluso en su propia biblioteca el sábado en la tarde.
La “maldición” del comprador estriba en que no puede leer todo lo que compra, sí, pero, ¿quién ha dicho que debemos leer de cabo a rabo todos los libros? Hay libros cuya sustancia es una línea de la página 47 y es muy probable que el comprador lo abra justamente allí, casos se han visto.
Leer la primera página es un deber del lector. Que el lector llegue a la última página es responsabilidad exclusiva del autor.
La búsqueda del “libro perfecto” es ardua y carísima pero el comprador conoce atajos, desarrolla instintos inéditos, sentidos que la sicología descubrirá un día. Hay colores, diseños y texturas que lo excitan porque tocan fibras muy íntimas.
Hay sellos que le inspiran confianza. Anagrama. Alianza. Acantilado. Emecé. Tusquets. Taschen. El lector promedio sabe de autores, el lector avanzado distingue editoriales, pero el comprador maniático conoce incluso los distribuidores (sus dealeres) y presiente que en Penta o en Ícaro puede encontrar El Libro, ese que no estaba buscando.
Hay sellos que lo repelen por sus diseños o porque utilizan papel bond blanco y sus portadas son fatales, como los de Panamericana, o porque combinan tedio y profundidad, como los ensayos del Fondo Cultura Económica. Hasta las Mil y una noches se ponen pesadas cuando las edita el Fondo, pero el verdadero comprador se conoce porque tiene todos los sellos en su biblioteca, incluso el sello del FCE.
El comprador es injusto, claro, se equivoca muchas veces para acertar algún día. El que nunca erra es porque jamás apunta.