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María era una joven inteligente y bella que mantuvo muy buenas relaciones con su hermana y con sus padres hasta el día que, Alejandro, su papá, oyó un golpe seco, un sonido que escucha aún hoy, ocho años después: el sonido de un cuerpo chocando contra el asfalto. La joven se había lanzado al vacío desde un piso 15.
Luego hubo gritos y carreras. Alejandro solo recuerda que en el ascensor sintió una mano en el hombro: «Y ahora ¿qué hacemos?». Era Dios, más perplejo y más aterrado que Alejandro, un médico que creía estar preparado para todo.
Nunca he puesto en duda esta «anécdota». Es el primer testimonio verosímil sobre la perplejidad de Dios, y es la primera vez que me simpatiza ese irascible Dios de los desiertos.
La fe de Alejandro es intermitente. «Yo también le temo a Dios, es olvidadizo (somos muchos), hace las cosas como quiere, o me sale con algún proverbio». Ha comprobado una dura verdad: «Los recuerdos son las cosas que ya no quieres recordar». Por ejemplo la imagen de María en el asfalto, o «el cuerpo», la muerta, esa cosa que está y no está. Ahora es suya la frase helada de Piedad Bonnett: «Ya no sé que me duele más, el mundo sin Daniel o Daniel sin el mundo».
«Y luego los trámites, la Fiscalía, un edificio gris, plano, oráculo de sentencias, y un fiscal cuyo oficio es sospechar: Yo no cremo a nadie, dice sin mirarme. La Ley, la tragedia, el dolor casi físico, la espera, una secretaria entre conmovida y curiosa. ¿Dejó una carta? ¿Qué decía? Medicina legal. “El cuerpo”. El acta de defunción. El regreso sin ella, con ese huecazo ahí en el carro, en el alma, en el mundo sin ella. Salimos cuatro, regresamos tres».
Alejandro hizo lo único razonable en semejante circunstancia, se enloqueció y se puso a buscar La Respuesta en centenares de piezas literarias, musicales, filosóficas, testimoniales; en películas y ansiolíticos, en paneles siquiátricos y hasta en manuales de superación. También en una vieja pasión de familia, la escritura. El resultado es un libro bello y esencial, Cartas para un duelo.
¿Por qué una joven serena y amada decide un día cruzar esa puerta, la última? Alejandro no encontró la respuesta pero escribió la más lúcida y terrible reflexión sobre el suicidio que conozco. Allí están las oscuras elucubraciones de Sócrates, Cesare Pavese, Jean Améry, Virginia Wolf, Sylvia Plath, Silva; las pesquisas de sus amigos: Ramón Andrés, Diana Cohen, Al Alvarez, Fernando Vallejo… pasadas por la criba de Alejandro, enriquecidas con sus propias maldiciones, escritas con un estilo que ya lo quisiéramos muchos, asumidas con una dignidad que honra el valor de los que levantan la mano contra sí mismos, repensadas con la furia tranquila del hombre que ya no tiene nada qué perder, con la soberbia del que ya lo sabe todo y con la mística del médico que hace largos turnos en una sala de urgencias sin desfallecer, como si esperara la llegada de una joven a la que sí podrá salvar.
«No sé qué duele más, lo que hice, lo que no hice, o que no estés, que se derrumbara el futuro que planeamos, que el maldito espacio vacío se quedara así, vacío, que no es lo mismo que la nada; el vacío es un mundo lleno de fantasmas, una realidad alterna, ilógica, discordante. La nada es el momento, el instante; vacío es lo que sigue».
El resultado final es Cartas para un duelo. No es un libro sobre el suicidio, ¡es el suicidio! En sus conferencias, Alejandro repite que no dará consejos, «con qué cara voy a dar consejos», que no encontró la respuesta, pero lo cierto es que tiene las mejores preguntas sobre ese acto tremendo, y que miles de lectores encuentran en sus páginas bálsamos para paliar el dolor y mil razones para celebrar la vida.
* Fuente, Cartas para un duelo, Alejandro García, 3155937567
Nota del editor: En este enlace se pueden encontrar líneas de atención gratuita para casos de salud mental e ideación suicida en cada departamento del país.