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De Jesús tenemos imágenes gráficas y verbales. Entre las gráficas la más popular es la de Leonardo, que lo representó como un zarco divino, quizá un ragazzo del barrio del pintor; la imagen más venerada es el Sudario de Turín, el retrato que dibujaron con sangre, sobre la mortaja, las facciones del nazareno; y la más moderna es un símbolo monstruoso, un logo chocante, un ojo inscrito en un triángulo, la Trinidad y la omnividencia. Ese ojo te perseguirá a donde vayas. La policía jamás superará esta supercámara. Grabar con fuego ese ojo en la conciencia del pecador fue una jugada magistral (casi digo satánica) del clero renacentista.
Entre los retratos verbales, el más original está en el Libro de Nahúm: “Los truenos son sus pasos y las nubes el polvo de sus sandalias”. Es una imagen poderosa porque no lo muestra, lo bocetea con efectos hiperbólicos y terribles, como todo lo divino.
El retrato más breve es una fórmula imposible y misteriosa: “Trino y uno”. Se la recordé a un amigo sacerdote, que me parecía un hombre sensible, y se limitó a comentar: “Está buena para un crucigrama”.
Me dejó la impresión de que su fe flaqueaba.
“Soy el que soy” es una arrogancia que lo retrata de cuerpo entero: soberbio, infinitamente solo, limosnero de amor, como se delata en el Decálogo: “Amadme sobre todas las cosas”. Es una frase tan altiva que parece de Almafuerte: “Procede como Dios, que nunca llora, o como Lucifer, que nunca reza”.
Almafuerte era más delirante que Voltaire, que construyó una capilla en cuya fachada esculpió: De Voltaire para Dios. “Como quien dice, de potencia a potencia”, comentó Borges.
Dios perdona, Borges no.
La pecadora que lo amó y lo odió, la Magdalena de Marguerite Yourcenar, describe así a Jesús: “Aquellos pies desgastados de tanto andar por todos los caminos de nuestro infierno, aquellos cabellos llenos de piojos de astros, aquellos grandes ojos puros como únicos pedazos que de su cielo le quedaban (...) Era feo como el dolor; estaba sucio como el pecado”.
“Dios se está haciendo”, leí una vez. Hay algo tremendo ahí.
Victor Hugo lo imaginó como “… el universo-hidra retorciendo su cuerpo escamado de astros”.
Camus vivió convencido de que la culpa era la base de la Iglesia y también la cifra de su final. Nadie inventa monstruos impunemente, decía, y postuló que Jesús se suicidó porque no pudo acallar nunca los gritos truncos de los niños degollados por su culpa, ni los rugidos de las madres belemitas contra Herodes y contra Él. Entonces desafió a los fariseos y a Roma hasta encontrar al fin reposo en la cruz.
Al igual que la fe de todos los hombres, la de Pascal era discontinua. En los días pares oraba, en los impares blasfemaba en clave: “El silencio eterno de los espacios siderales me espanta”. Recordemos que si bien la plegaria es una gracia y una ofrenda, la blasfemia es un derecho porque hasta Jesús blasfemó: “Padre, por qué me abandonas”.
Para dejar en claro que la naturaleza, la obra de Dios, daba tumbos y carecía de norte, el hereje Fernando Vallejo escribió: “La vida viene de un pozo y va hacia la nada”.
Para confundir a los rabiosos rabinos de Ámsterdam, el agnóstico Spinoza trazó un retrato colosal: Dios es el universo y está íntegro en las estrellas, en el mar y en cada grano de arena, dijo, pero igual los rabinos lo condenaron y lo maldijeron y Dios lo intoxicó con el polvillo de los lentes que pulía con esmero, como sus geométricas herejías.
Atento estratega, a Cioran le preocupaba la geometría del campo de batalla: “A Dios hay que injuriarlo desde arriba. Desde abajo solo podemos adorarlo”, escribió el rumano en perfecto francés.
En su tiempo, Jesús fue un judío disidente. Por alguna razón, hoy es todos los hombres.