El 20 de julio fue un martes negro. El presidente Duque instaló la nueva legislatura del Congreso con un discurso tan cínico que parecía escrito para ser leído en Afganistán por Marta Lucía Ramírez. Habló de la recuperación de Providencia, cuando sus habitantes siguen durmiendo en carpas hoy, cuatro meses largos después del huracán que azotó la isla. Habló de las altísimas inversiones del Gobierno en la recuperación económica y contra la pandemia, pero olvidó contar que el grueso de ese dinero se fue en pagar billonadas a la banca privada por su heroica labor de intermediación financiera, en fondear las EPS privadas (varias de ellas involucradas en billonarios escándalos) y en auxilios para las grandes empresas mientras dejaba desprotegidas 140.000 empresas pequeñas. Habló de los $14,6 billones invertidos en canastas familiares en año y medio para paliar el hambre del pueblo, pero no dijo que esa cifra equivale a 811.000 canastas/mes en un país donde 21 millones de personas están comiendo muy mal.
Habló contra «los discursos de odio», y los despistados llegamos a pensar que se refería a los que hicieron trizas el Acuerdo de Paz, o a los que les parece chévere que el Esmad les saque los ojos a los manifestantes, pero no, hablaba contra el grupo político que les regala gafas a los jóvenes de primera línea para que evitar que el Esmad les saque los ojos.
Habló bellezas de las políticas ecológicas del Gobierno, pero olvidó decir que en su mandato no se ratificó el Acuerdo de Escazú y sigue empeñado en el fracking y en las aspersiones aéreas con glifosato.
Ponderó la democracia colombiana, pero olvidó decir que los contrapesos están más desbalanceados que él, que nuestra imagen internacional compite con las de Nicaragua, Cuba y Venezuela, y que el martes se vetó la entrada de la prensa al Capitolio por primera vez en la historia del país.
Exaltó el trabajo de los médicos, pero olvidó hablar de la precaria situación de los hospitales, de los sueldos atrasados, del alto porcentaje de médicos «tercerizados» y de las leoninas condiciones de capitación que las EPS les imponen a las IPS.
Habló tiernamente de las etnias y de los indígenas, pero no contó que el Gobierno les bloqueó las vías a los indígenas para que no participaran en las manifestaciones del martes, ni explicó por qué solo hay una investigación, la de Andrés Escobar, si fueron decenas los pistoleros civiles que les dispararon a los indígenas en Cali el 9 y el 28 de mayo en las narices de los policías.
Solo le faltó decir, como dijo la inaudita canciller en la ONU, que los vándalos eran los responsables de la muerte de 84 manifestantes durante las protestas.
Volvió a hablar del derecho a la «protesta pacífica», justo cuando en varias capitales la policía arremetía violentamente contra concentraciones pacíficas y eventos culturales y los helicópteros de la Policía sobrevolaban haciendo llamados a la calma, en un día sin bloqueos ni vandalismo, si descontamos el vandalismo policial.
¿Cómo explicar esta insania, este sanguinario furor? ¿Cómo entender que un Gobierno, por torpe que sea, por más desesperado que esté, imparta una directriz nacional para atacar concentraciones de ciudadanos que protestaban por medio de actividades netamente culturales? ¿Se volvió adicto a la sangre? ¿O será todo esto idea de esa facción vampiresca que, ahíta ya de sangre campesina, ahora demanda dosis altas de sangre urbana?
P.S. Veo en redes este preciso resumen del sainete del Congreso el 20 de julio: «Un presidente que tiene el 78 % de desaprobación fue ovacionado por un Congreso que tiene el 85 % de desaprobación».
El 20 de julio fue un martes negro. El presidente Duque instaló la nueva legislatura del Congreso con un discurso tan cínico que parecía escrito para ser leído en Afganistán por Marta Lucía Ramírez. Habló de la recuperación de Providencia, cuando sus habitantes siguen durmiendo en carpas hoy, cuatro meses largos después del huracán que azotó la isla. Habló de las altísimas inversiones del Gobierno en la recuperación económica y contra la pandemia, pero olvidó contar que el grueso de ese dinero se fue en pagar billonadas a la banca privada por su heroica labor de intermediación financiera, en fondear las EPS privadas (varias de ellas involucradas en billonarios escándalos) y en auxilios para las grandes empresas mientras dejaba desprotegidas 140.000 empresas pequeñas. Habló de los $14,6 billones invertidos en canastas familiares en año y medio para paliar el hambre del pueblo, pero no dijo que esa cifra equivale a 811.000 canastas/mes en un país donde 21 millones de personas están comiendo muy mal.
Habló contra «los discursos de odio», y los despistados llegamos a pensar que se refería a los que hicieron trizas el Acuerdo de Paz, o a los que les parece chévere que el Esmad les saque los ojos a los manifestantes, pero no, hablaba contra el grupo político que les regala gafas a los jóvenes de primera línea para que evitar que el Esmad les saque los ojos.
Habló bellezas de las políticas ecológicas del Gobierno, pero olvidó decir que en su mandato no se ratificó el Acuerdo de Escazú y sigue empeñado en el fracking y en las aspersiones aéreas con glifosato.
Ponderó la democracia colombiana, pero olvidó decir que los contrapesos están más desbalanceados que él, que nuestra imagen internacional compite con las de Nicaragua, Cuba y Venezuela, y que el martes se vetó la entrada de la prensa al Capitolio por primera vez en la historia del país.
Exaltó el trabajo de los médicos, pero olvidó hablar de la precaria situación de los hospitales, de los sueldos atrasados, del alto porcentaje de médicos «tercerizados» y de las leoninas condiciones de capitación que las EPS les imponen a las IPS.
Habló tiernamente de las etnias y de los indígenas, pero no contó que el Gobierno les bloqueó las vías a los indígenas para que no participaran en las manifestaciones del martes, ni explicó por qué solo hay una investigación, la de Andrés Escobar, si fueron decenas los pistoleros civiles que les dispararon a los indígenas en Cali el 9 y el 28 de mayo en las narices de los policías.
Solo le faltó decir, como dijo la inaudita canciller en la ONU, que los vándalos eran los responsables de la muerte de 84 manifestantes durante las protestas.
Volvió a hablar del derecho a la «protesta pacífica», justo cuando en varias capitales la policía arremetía violentamente contra concentraciones pacíficas y eventos culturales y los helicópteros de la Policía sobrevolaban haciendo llamados a la calma, en un día sin bloqueos ni vandalismo, si descontamos el vandalismo policial.
¿Cómo explicar esta insania, este sanguinario furor? ¿Cómo entender que un Gobierno, por torpe que sea, por más desesperado que esté, imparta una directriz nacional para atacar concentraciones de ciudadanos que protestaban por medio de actividades netamente culturales? ¿Se volvió adicto a la sangre? ¿O será todo esto idea de esa facción vampiresca que, ahíta ya de sangre campesina, ahora demanda dosis altas de sangre urbana?
P.S. Veo en redes este preciso resumen del sainete del Congreso el 20 de julio: «Un presidente que tiene el 78 % de desaprobación fue ovacionado por un Congreso que tiene el 85 % de desaprobación».