En 2022, Marc Caellas publicó una compilación de Notas de suicidio. La mayoría son textos de artistas y escritores (los poetas no son los que más sufren, pero sí son los que más se quejan, rezongaba el finado Bukowski). Dice Caellas que los suicidas escriben en prosa y por una sola cara del papel. En prosa porque el verso es para epitafios, y por una sola cara porque ya no hay vuelta de hoja.
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En 2022, Marc Caellas publicó una compilación de Notas de suicidio. La mayoría son textos de artistas y escritores (los poetas no son los que más sufren, pero sí son los que más se quejan, rezongaba el finado Bukowski). Dice Caellas que los suicidas escriben en prosa y por una sola cara del papel. En prosa porque el verso es para epitafios, y por una sola cara porque ya no hay vuelta de hoja.
¿Por qué los suicidas de altura saltan hacia arriba en lugar de arrojarse de cabeza hacia abajo como los nadadores? Lo ignoramos. Quizá el instinto los impulsa a ganar así medio segundo de vida y de tiempo parabólico. Tal vez arrojarse al vacío de cabeza requiere un valor que ni siquiera los suicidas tienen.
A propósito del valor, recuerdo ahora el descubrimiento de William Ospina sobre la muerte: «Hasta el más cobarde cruzará esa puerta».
Aunque el suicidio está lleno de misterios, sabemos que se suicidan más los viejos que los jóvenes, más de noche que de día, que en la tarde del domingo arrecian las tristezas, que los japoneses se suicidan en grupo en el garaje con los gases del tubo de escape del auto, y que ya existe una «máquina definitiva». Sarco, un engendro del médico australiano Philip Nitschke, es una cápsula-sarcófago dotada con un dispositivo que solo puede activarse desde adentro: «El espacio se llena de nitrógeno líquido, el oxígeno se reduce al 5 %, el cliente pierde la conciencia en menos de un minuto y muere sin sufrir. La sensación es similar a la que se experimenta en la despresurización de una aeronave», explica Caellas.
En el Medioevo enterraban a los suicidas en un cruce de caminos, tal vez para que sus tumbas fueran muy pisoteadas, o para confundir sus almas y dejarlas en la encrucijada. Quién sabe.
La selección de las notas y los comentarios de Caellas son notables. Caellas respeta ese acto tremendo, la muerte por mano propia, pero no es solemne. A veces sonríe porque el suicidio, como el humor, es un asunto serio.
Albert Camus aseguraba que el único problema filosófico realmente serio era el suicidio. A mí me molesta que solo podamos matarnos una vez. Uno debería injuriar al universo y matarse varias veces –todas las que el cuerpo aguante– por ira, por heroísmo o por amor.
La anécdota más conmovedora del libro de Caellas es la de Sylvia Plath: dejó en el cuarto de las niñas galletas y dos vasos de leche, selló con toallas húmedas los resquicios de la puerta de la habitación, se encerró en la cocina y abrió la llave del gas.
La nota de Virginia Woolf a su marido Leonard dice: Querido, estoy loca de nuevo, escucho voces, no puedo soportarlo más. Fuimos felices hasta que esta terrible enfermedad apareció. Me has dado la mayor felicidad posible. Sé que estoy destrozando tu vida. Ni siquiera puedo leer (…) Te debo toda la felicidad de mi vida. Has sido paciente conmigo, infinitamente bueno. Si alguien pudiera haberme salvado, habrías sido tú.
«El texto es magnánimo –comenta Caellas–, palabra que alude a una breve elevación del ánimo… o a una vileza teologal: ¡Tú habrías podido salvarme! Esta frase me vuela la cabeza. Detrás de un elogio brutal, un fracaso. Era el único que podía salvarla pero no pudo. No quiero ponerme en la piel de Leonard Woolf».
Hay textos sobre la muerte que dan ganas de vivir. El estoicismo y la hondura de las coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre conjuran estéticamente el dolor. Los dos libritos de Rulfo resudan tragedias y, al tiempo, una inesperada felicidad narrativa. A esta rara clase de textos pertenece Notas de suicidio, un volumen casi tan extraordinario como Lo que no tiene nombre, de Piedad Bonnett, o Cartas para un duelo, de Alejandro García.