Cuando Gabo se fue a vivir a México D.F. ni los vecinos se enteraron. Cuando llegó Álvaro Mutis, en cambio, la ciudad cayó a sus pies. Alto, bello, divertido y con la chequera de una multinacional petrolera en el bolsillo, Mutis era imbatible. La condesa y escritora Elena Poniatowska lo describe así:
«Es el salvador de las fiestas. Seduce a la Duquesa de Altamira, a la Marquesa de Villamarcilla… Sus carcajadas levantan la fiesta como las burbujas al champagne, y nada le gusta tanto a una mujer como sentirse espuma... Cuenta chistes, imita a Cantinflas, habla de Goethe, de Brigitte Bardot y de las misas negras. Declama en francés y dice adivinanzas en slang. A los europeos les habla de Siam y a los sudamericanos de Europa. Posee lujosas y muy raras ediciones limitadas. Con Octavio Paz habla noches enteras sobre las relaciones entre la mística y el porvenir del hombre. También a Paz lo seduce. Tiene con qué. Cosmopolita, culto, sensible, bondadoso, mundano, es el rey. Nada se le atora. Su charme derrite. Álvaro Mutis parte plaza. Cruza los salones como un acorazado y su risa y sus ojos son rompevientos, rompeolas, rompecorazones...».
Una de las derretidas fue ella misma, la condesa Poniatowska, pero Mutis apenas la miró. La competencia era dura en ese círculo. Carlos Fuentes organizaba fiestas con la crema del Distrito: Paz, su mujer Marie José, Elena Garro, Arreola, José Emilio Pacheco, Arturo Ripstein, Rulfo, Gabo… y unas mujeres ambiguas y suculentas que ponían una nota de color en esa reunión de monjes de clausura que conseguía el embajador venezolano, amigo de Fuentes.
Después la fiesta se complicó. Mutis desfalcó a la petrolera –lo que será delito mas no pecado– y fue a parar a la Cárcel de Lecumberri. La condesa lo visitaba con frecuencia y Mutis la descubrió con sus nuevos ojos de presidiario abstinente.
A Fuentes le parecía una mujer corriente, «ni fea ni chula». Juan José Arreola suspiraba: «Es el conjunto piernas-culo-rostro-cerebro mejor balanceado de la ciudad». Lo cierto es que ella siguió visitándolo y Mutis la amó con locura. Entonces la condesa se sirvió en frío el plato de la venganza: lo sedujo y lo traicionó con Luis Buñuel, un amigo común. La cornada casi lo mató.
Él sospechaba el asunto desde una tarde que Elena y Buñuel fueron a visitarlo a la cárcel, y cuando terminó el tiempo de la visita y se despidieron notó que caminaban muy despacio y muy juntos, como en esos primeros metros del romance cuando las manos aún no se atreven pero ya los brazos se rozan.
El día que Mutis confirmó el rumor de las andanzas de la condesa y el director de cine, contó uno por uno los remaches de los paneles metálicos de la celda: 4.746 remaches exactamente.
Dicen que Mutis nunca se repuso de este golpe, que la veía en todas partes, que veía sus zarcillos de jade en los lóbulos de las orejas de Ana «la cretense», sus ojos azules atisbando lejanías en el muelle de Buenaventura, el pelo minucioso ondeando en los recuerdos del hombre de la gavia, sus labios húmedos en el rostro de la proxeneta Ilona Garbowska. Dicen que la oyó escupir obscenidades en un hotelucho de Sumatra, que vio sus faldas remangadas en la cintura de una hetaira de Chipre, sus calzones estrujados por los dedos urgentes de un estibador negro, su naricita aspirando el pecho boscoso de Buñuel, las rayas rojas que sus uñas almendradas dejaron en la espalda de un hombre sin rostro, sus senos cimbrando bajo las arremetidas lujuriosas del Estratega, el insoportable perfil de sus nalgas a contraluz en el marco de la ventana en un crepúsculo amazónico, su rostro sepultado en la almohada en una eternidad de doloroso placer...
* Yo conocí a Elena Poniatowska en una cafetería de la Feria del Libro de Guadalajara. Hablamos de libros y del PRI, claro. Seguía esbelta y casi victoriosa sobre el tiempo. En un rapto de valor le pregunté si era cierto que había tenido un romance con Mutis. «Todas las mujeres de la ciudad soñamos alguna vez hacer mutis con Mutis», dijo con una sonrisa deliciosa y traviesa. Y no dijo más. Condesa es condesa.
Dicen que siempre hay algo de ella en todas las mujeres de sus libros.
Cuando Gabo se fue a vivir a México D.F. ni los vecinos se enteraron. Cuando llegó Álvaro Mutis, en cambio, la ciudad cayó a sus pies. Alto, bello, divertido y con la chequera de una multinacional petrolera en el bolsillo, Mutis era imbatible. La condesa y escritora Elena Poniatowska lo describe así:
«Es el salvador de las fiestas. Seduce a la Duquesa de Altamira, a la Marquesa de Villamarcilla… Sus carcajadas levantan la fiesta como las burbujas al champagne, y nada le gusta tanto a una mujer como sentirse espuma... Cuenta chistes, imita a Cantinflas, habla de Goethe, de Brigitte Bardot y de las misas negras. Declama en francés y dice adivinanzas en slang. A los europeos les habla de Siam y a los sudamericanos de Europa. Posee lujosas y muy raras ediciones limitadas. Con Octavio Paz habla noches enteras sobre las relaciones entre la mística y el porvenir del hombre. También a Paz lo seduce. Tiene con qué. Cosmopolita, culto, sensible, bondadoso, mundano, es el rey. Nada se le atora. Su charme derrite. Álvaro Mutis parte plaza. Cruza los salones como un acorazado y su risa y sus ojos son rompevientos, rompeolas, rompecorazones...».
Una de las derretidas fue ella misma, la condesa Poniatowska, pero Mutis apenas la miró. La competencia era dura en ese círculo. Carlos Fuentes organizaba fiestas con la crema del Distrito: Paz, su mujer Marie José, Elena Garro, Arreola, José Emilio Pacheco, Arturo Ripstein, Rulfo, Gabo… y unas mujeres ambiguas y suculentas que ponían una nota de color en esa reunión de monjes de clausura que conseguía el embajador venezolano, amigo de Fuentes.
Después la fiesta se complicó. Mutis desfalcó a la petrolera –lo que será delito mas no pecado– y fue a parar a la Cárcel de Lecumberri. La condesa lo visitaba con frecuencia y Mutis la descubrió con sus nuevos ojos de presidiario abstinente.
A Fuentes le parecía una mujer corriente, «ni fea ni chula». Juan José Arreola suspiraba: «Es el conjunto piernas-culo-rostro-cerebro mejor balanceado de la ciudad». Lo cierto es que ella siguió visitándolo y Mutis la amó con locura. Entonces la condesa se sirvió en frío el plato de la venganza: lo sedujo y lo traicionó con Luis Buñuel, un amigo común. La cornada casi lo mató.
Él sospechaba el asunto desde una tarde que Elena y Buñuel fueron a visitarlo a la cárcel, y cuando terminó el tiempo de la visita y se despidieron notó que caminaban muy despacio y muy juntos, como en esos primeros metros del romance cuando las manos aún no se atreven pero ya los brazos se rozan.
El día que Mutis confirmó el rumor de las andanzas de la condesa y el director de cine, contó uno por uno los remaches de los paneles metálicos de la celda: 4.746 remaches exactamente.
Dicen que Mutis nunca se repuso de este golpe, que la veía en todas partes, que veía sus zarcillos de jade en los lóbulos de las orejas de Ana «la cretense», sus ojos azules atisbando lejanías en el muelle de Buenaventura, el pelo minucioso ondeando en los recuerdos del hombre de la gavia, sus labios húmedos en el rostro de la proxeneta Ilona Garbowska. Dicen que la oyó escupir obscenidades en un hotelucho de Sumatra, que vio sus faldas remangadas en la cintura de una hetaira de Chipre, sus calzones estrujados por los dedos urgentes de un estibador negro, su naricita aspirando el pecho boscoso de Buñuel, las rayas rojas que sus uñas almendradas dejaron en la espalda de un hombre sin rostro, sus senos cimbrando bajo las arremetidas lujuriosas del Estratega, el insoportable perfil de sus nalgas a contraluz en el marco de la ventana en un crepúsculo amazónico, su rostro sepultado en la almohada en una eternidad de doloroso placer...
* Yo conocí a Elena Poniatowska en una cafetería de la Feria del Libro de Guadalajara. Hablamos de libros y del PRI, claro. Seguía esbelta y casi victoriosa sobre el tiempo. En un rapto de valor le pregunté si era cierto que había tenido un romance con Mutis. «Todas las mujeres de la ciudad soñamos alguna vez hacer mutis con Mutis», dijo con una sonrisa deliciosa y traviesa. Y no dijo más. Condesa es condesa.
Dicen que siempre hay algo de ella en todas las mujeres de sus libros.