Mientras las llamas consumían la Biblioteca de Alejandría, asegura Bernard Shaw en César y Cleopatra, un oficial entró angustiado a la tienda del emperador y le dijo: ¡Señor, está ardiendo la memoria de la humanidad!
Viejo, cansado, harto de gloria, harto de traiciones, Julio César refunfuñó: déjala que arda. Es una memoria de infamias.
Lo mismo podríamos decir de Notre Dame. Déjenla arder. Es una compilación perfecta de las infamias de la Iglesia Católica, la versión fashion de la puta de Babilonia, de esa doctrina que se ha encargado de anestesiar a los débiles para entregárselos en bandeja al poderoso, de ponerle palos en las ruedas al conocimiento, de satanizar instintos bellos y vitales, de despreciar el cuerpo para adorar una entelequia exclusivamente humana, el alma. De quemar los cuerpos para purificar las almas. De despreciar niños y proteger pedófilos.
Claro, nada es perfectamente malo, ni siquiera las religiones. En un tiempo fueron la historia, la mitología, la cosmología, el derecho y la esperanza de los pueblos.
La historia del cristianismo es, para utilizar una palabra fatal, espectacular. Pilatos hace un gesto y Jesús desaparece. Jesús hace un gesto y Roma es el Vaticano.
Tres siglos antes de la erección de la Basílica de San Pedro, en el Bajo Medioevo, empiezan a levantarse hacia el cielo esas plegarias de roca y cristal, las catedrales. Para lograrlo se unen el siervo y el señor, el vitralista y el carpintero, el teólogo y el arquitecto, el artista y el albañil. Hay pigmentos, versículos, bocetos, escaleras, plomadas y argamasa por todas partes. En el aire alabean andamios y ecuaciones. En las canales hay gárgolas y en las aristas cogollos y sarmientos. Tomás de Aquino intenta la cuadratura del círculo de la fe con la escuadra racionalista de Aristóteles. La vieja escolástica enfrenta los primeros embates del humanismo. Con Francisco de Asís nace y muere el único cristiano. De la suma del tablero y la tiza de la escuela catedralicia, y el taller del artesano, nace la universidad. Un concilio pone la fe en el centro de las virtudes teologales. El hecho minimiza el papel de los sacerdotes y demás intermediarios entre Dios y el creyente. Está naciendo el individuo. Los cruzados traen de Oriente la Virgen María y la mujer gana estatus social. Nace el amor galante. Los señores parten a la guerra con un pañuelo de dama en su cota de malla y regresan con un madrigal en los labios.
Nada resume mejor los cambios del espíritu en el Bajo Medioevo que las catedrales, esas enciclopedias que nos siguen contando los detalles de ese momento de la historia con una suma exquisita de artes, doctrina y oficios.
La prensa subraya el valor económico de los tesoros de Notre Dame y cree que eso explica la preocupación de la gente durante el incendio del lunes. Se equivoca. Lo que estuvo al borde de las llamas fue el relato que contiene esta catedral. Lo que ella nos dice de esa potencia (o de esa ansiedad) que llamamos Dios.
Desde siempre hemos tratado de entender las cosas con tres modelos: la ciencia, que quiere explicar el mundo; el arte, que lo celebra y lo maldice; y la religión, que lo cubre con velos de misterio y lo apuntala con la roca del dogma.
Los tres fracasan de manera espléndida. Nos han dado mucho pero les pedimos más. A la ciencia, el plano del laberinto. La sabiduría. La inmortalidad. A la religión, el cielo. La felicidad. Al arte, fiesta y conflicto. Sospechamos que ninguna podrá cumplir sus promesas. Que ni siquiera las tres sumadas podrán saciar tanta sed. Por esto mismo no podemos privarnos de ninguna de ellas. Ni siquiera de uno de sus libros. Ni siquiera de esa página del gran libro del mundo que llamamos Notre Dame.
Mientras las llamas consumían la Biblioteca de Alejandría, asegura Bernard Shaw en César y Cleopatra, un oficial entró angustiado a la tienda del emperador y le dijo: ¡Señor, está ardiendo la memoria de la humanidad!
Viejo, cansado, harto de gloria, harto de traiciones, Julio César refunfuñó: déjala que arda. Es una memoria de infamias.
Lo mismo podríamos decir de Notre Dame. Déjenla arder. Es una compilación perfecta de las infamias de la Iglesia Católica, la versión fashion de la puta de Babilonia, de esa doctrina que se ha encargado de anestesiar a los débiles para entregárselos en bandeja al poderoso, de ponerle palos en las ruedas al conocimiento, de satanizar instintos bellos y vitales, de despreciar el cuerpo para adorar una entelequia exclusivamente humana, el alma. De quemar los cuerpos para purificar las almas. De despreciar niños y proteger pedófilos.
Claro, nada es perfectamente malo, ni siquiera las religiones. En un tiempo fueron la historia, la mitología, la cosmología, el derecho y la esperanza de los pueblos.
La historia del cristianismo es, para utilizar una palabra fatal, espectacular. Pilatos hace un gesto y Jesús desaparece. Jesús hace un gesto y Roma es el Vaticano.
Tres siglos antes de la erección de la Basílica de San Pedro, en el Bajo Medioevo, empiezan a levantarse hacia el cielo esas plegarias de roca y cristal, las catedrales. Para lograrlo se unen el siervo y el señor, el vitralista y el carpintero, el teólogo y el arquitecto, el artista y el albañil. Hay pigmentos, versículos, bocetos, escaleras, plomadas y argamasa por todas partes. En el aire alabean andamios y ecuaciones. En las canales hay gárgolas y en las aristas cogollos y sarmientos. Tomás de Aquino intenta la cuadratura del círculo de la fe con la escuadra racionalista de Aristóteles. La vieja escolástica enfrenta los primeros embates del humanismo. Con Francisco de Asís nace y muere el único cristiano. De la suma del tablero y la tiza de la escuela catedralicia, y el taller del artesano, nace la universidad. Un concilio pone la fe en el centro de las virtudes teologales. El hecho minimiza el papel de los sacerdotes y demás intermediarios entre Dios y el creyente. Está naciendo el individuo. Los cruzados traen de Oriente la Virgen María y la mujer gana estatus social. Nace el amor galante. Los señores parten a la guerra con un pañuelo de dama en su cota de malla y regresan con un madrigal en los labios.
Nada resume mejor los cambios del espíritu en el Bajo Medioevo que las catedrales, esas enciclopedias que nos siguen contando los detalles de ese momento de la historia con una suma exquisita de artes, doctrina y oficios.
La prensa subraya el valor económico de los tesoros de Notre Dame y cree que eso explica la preocupación de la gente durante el incendio del lunes. Se equivoca. Lo que estuvo al borde de las llamas fue el relato que contiene esta catedral. Lo que ella nos dice de esa potencia (o de esa ansiedad) que llamamos Dios.
Desde siempre hemos tratado de entender las cosas con tres modelos: la ciencia, que quiere explicar el mundo; el arte, que lo celebra y lo maldice; y la religión, que lo cubre con velos de misterio y lo apuntala con la roca del dogma.
Los tres fracasan de manera espléndida. Nos han dado mucho pero les pedimos más. A la ciencia, el plano del laberinto. La sabiduría. La inmortalidad. A la religión, el cielo. La felicidad. Al arte, fiesta y conflicto. Sospechamos que ninguna podrá cumplir sus promesas. Que ni siquiera las tres sumadas podrán saciar tanta sed. Por esto mismo no podemos privarnos de ninguna de ellas. Ni siquiera de uno de sus libros. Ni siquiera de esa página del gran libro del mundo que llamamos Notre Dame.