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El suceso macropolítico más destacado en lo que va del siglo es el arribo al poder ejecutivo de líderes alternativos en las grandes ciudades y en la Casa de Nariño. Analizaré las gestiones de tres alternativos que triunfaron en las elecciones regionales de 2019. Ninguno tiene buena prensa, lo que puede ser honroso porque los grandes medios son fucsia como la bandera del Frente Nacional, alias miti-miti, un engendro que ha durado mucho tiempo.
Para vencer al candidato de Uribe, Daniel Quintero hizo alianzas con gente peor que los uribistas y obtuvo así una “donbernabilidad” similar a la del pisapasito de Fajardo. El desprecio de Quintero por la cultura fue tan notorio como el de Fico I y Fico II, y cerró la comunicación con los líderes sociales. Pero lo hizo bien en infraestructura y tecnología, y realizó una hazaña: demostró que el Grupo Empresarial Antioqueño, ese Vaticano paisa, no era tan inmaculado como se pensaba y que debido a sus endogámicas operaciones, las incestuosas relaciones GEA-EPM, se iban a perder billones de pesos de las pólizas de seguros de Hidroituango. La Contraloría General de la República le dio la razón a Quintero.
En Cali, Jorge Iván Ospina creó espacios de diálogo, compiló memoria viva, alimentó los comedores comunitarios y construyó infraestructura vial y espacios para el peatón tan bellos como el Bulevar de Oriente y el de la avenida Colombia, un kilómetro que lo tiene todo, árboles, pájaros, brisa y río. Pero cometió dos pecados mortales: dialogó con la “primera línea”, un sacrilegio en una ciudad negra con ínfulas blancas, y sus programas ambientales chocaron con los intereses de las élites. Como si fuera poco, es hijo de un guerrillero, Iván Marino Ospina, lo que no resulta tan glamuroso en Colombia como tener sangre paramilitar.
Quintero y Ospina tienen investigaciones penales y disciplinarias en curso. A Ospina los organismos de control lo investigan desde su primera administración (2008-2011), pero nunca ha sido condenado. Sobre ambos cayó una campaña de desprestigio que funcionó como un mecanismo de relojería.
Claudia López es alternativa por donde se le mire: partido político, orientación sexual, estrato social, batallas contra la corrupción y el paramilitarismo. Ejecutó, sin un solo escándalo, $87 billones en programas de inclusión, mujeres cuidadoras, educación y movilidad. Hizo nuevas vías, puso a circular buses eléctricos y cables aéreos, construyó 35 colegios, otorgó miles de becas universitarias y apoyó a 126.000 microempresas. Es una gestión tan notable que algunos mamertos le perdonamos incluso sus torpedos contra el camarada Petro.
Aún es muy pronto para evaluar la gestión de los líderes alternativos, que empezaron a tener ventanas democráticas en 1988, con la elección popular de alcaldes y gobernadores, y derechos concretos desde la Constitución del 91, que les abrió canales de participación política a las minorías.
Es tan reduccionista afirmar que todos los políticos tradicionales son malos como afirmar que todos los alternativos son buenos. Pero lo cierto es que el cuarto fucsia necesitaba ventilación. Olía a “guardao”. Estos alcaldes y el Gobierno actual han movido como nunca el debate político y puesto en evidencia las falencias del modelo neoliberal y la bancarrota de los partidos tradicionales, cuyos candidatos presidenciales nunca despegaron en la campaña del 2022 y tuvieron que apostarle sus restos al estadista Rodolfo Hernández.
Es verdad que los partidos tradicionales conservaron sus feudos en las elecciones regionales del 2023, pero se sabe que estos comicios funcionan con base en clientelas y maquinarias y no guardan relación alguna con el fervor popular.