Cuando vemos un cubo entendemos perfectamente que el espacio es «algo» de tres dimensiones. Si agregamos el tiempo nos orientamos muy bien: «Te espero en la calle cuarta con séptima, piso ocho, a las tres de la tarde». Pero si nos quitan el cubo nos cuesta definir qué diablos es el espacio en sí.
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Cuando vemos un cubo entendemos perfectamente que el espacio es «algo» de tres dimensiones. Si agregamos el tiempo nos orientamos muy bien: «Te espero en la calle cuarta con séptima, piso ocho, a las tres de la tarde». Pero si nos quitan el cubo nos cuesta definir qué diablos es el espacio en sí.
Ninguna mitología narra la creación del espacio. Todas lo dan por sentado y los dioses se limitan a decorarlo: lo iluminan (hágase la luz), separan la tierra de las aguas, inventan los astros, los cereales y las aves y por último el hombre y su sombra, el pecado.
La invención intelectual del espacio es obra de Euclides, geómetra griego del siglo III a. C.. Euclides empezó con el punto, «lo que no tiene partes» (el pulso griego para definir es admirable). Cuando el punto se mueve genera la línea; el desplazamiento de la línea genera el plano, superficie que solo tiene un lado porque es infinitamente delgada; cuando el plano se mueve genera el volumen. Ejemplo: una moneda que gira es ya una esfera. Y así el punto, una criatura fantástica de diámetro cero, crea el espacio, o al menos los volúmenes, criaturas claramente espaciales.
El mundo fue plano inicialmente. Quizá un círculo porque nadie le encontró nunca vértices. En el siglo VI a. C., Anaximandro imaginó la Tierra como un cilindro que flotaba en el centro de la esfera del universo. Cuando le preguntaron por qué el cilindro no se caía respondió: «Las cosas no caen hacia abajo, caen hacia la Tierra». ¡Y lo dijo 22 siglos antes de Newton!
Con el paso de los siglos y la lima de los críticos, el exótico cilindro de Anaximandro se fue redondeando y tomó forma esférica, como el esférico universo donde flotaba tranquilamente porque la Tierra «caía» hacía su centro, como las manzanas y los suicidas y todos los cuerpos graves en general.
Hoy sabemos que el espacio nació hace 13.500 millones de años por una vibración de la nada en ninguna parte (porque no había espacio) y en ningún tiempo, porque no hubo un «antes» y el tiempo es una entidad que apareció de manera simultánea con el espacio. Todo –el espacio, el tiempo, la energía, algunas partículas subatómicas, el bosón de Higgs y con el bosón la materia y con los milenios la estrella y la piedra, el pájaro y la flor, el hombre y sus angustias– todo viene de ese inimaginable temblor de la nada.
Usted puede rezongar y decir que el Big bang es asquerosamente mágico para ser científico, pero hay tres razones para no descartarlo. Una, no podemos aceptar un universo infinitamente viejo porque la mente humana solo puede concebir infinitos matemáticos, no físicos. Dos, existe una reliquia del Big bang, la «radiación cósmica de fondo», el eco de la monstruosa explosión. Y, tres, la velocidad de expansión actual del universo es consistente con una explosión de 13.500 millones de años.
El espacio de Euclides –liso, impasible y homogéneo– se arrugó a principios del siglo XX, cuando Einstein lo convirtió en una entidad dual, el espacio-tiempo, algo plástico que se deforma por efectos gravitacionales. El homogéneo espacio de Euclides solo existiría en una región infinitamente alejada de cualquier masa, de toda perturbación gravitacional, pero el infinito físico es algo que choca con nuestra lógica, como dije arriba. Hoy, el universo es finito, aunque ilimitado, y su curvatura es negativa, «como las depresiones de las sillas de montar», explican los físicos
* El plano tiene curvatura cero y la esfera curvatura positiva.
** San Agustín se anticipó 15 siglos a los astrofísicos contemporáneos: «El universo fue creado con el tiempo, no en el tiempo». Esta es la prueba más sólida de la omnisapiencia divina.