¿Tiene futuro literario la inteligencia artificial?
¿Serán las máquinas tan inteligentes como el hombre algún día? La pregunta es un disparo al aire porque la «inteligencia» tiene muchas definiciones y porque el ser humano, aceptémoslo, no es un dechado de inteligencia. El hecho de que haya unos cuantos genios no garantiza que la humanidad como especie pase el examen. Por cada Leonardo hay un millón de columnistas.
Si definimos la inteligencia como un juego de memoria y velocidad, hace rato que ellas son más talentosas que nosotros. Si competimos en el terreno de la creatividad, les sacamos ventaja… por ahora.
Alan Turing pensaba que las respuestas de las máquinas eran indistinguibles de las respuestas de las personas, y lo demostró con una prueba famosa, el test de Turing. Conclusión: las máquinas piensan –lo que sea esto.
Rodolfo Llinás sostiene que las máquinas no pueden pensar porque no pueden sentir (en el sentido de que carecen de «contexto emocional»). Fernando Vallejo me dijo un día que «las máquinas son bobas, como nosotros».
Los ensayos que ellas componen me causan una mezcla de ternura y admiración. Sí, no han escrito nada comparable al Padre Nuestro, ni mucho menos un poema como la Elegía a Ramón Sijé, pero es admirable que la IA –apenas una chica de primer semestre– ya escriba textos coherentes. No me sorprendería que en poco tiempo escriban reflexiones tan delicadas como La muerte de las catedrales, los misterios de la liturgia según Proust.
Usted dirá que esto es futurología sin piso. Se equivoca. Va un ejemplo. Hace treinta años, los programadores se preguntaban si las máquinas podrían jugar ajedrez algún día con la sutileza de un campeón. Hoy los comentarios invierten los términos de la comparación: Para resumir una partida muy brillante del excampeón Magnus Carlsen, un crítico escribió: «Carlsen está jugando con la precisión y la profundidad de las máquinas y con la poesía de un artista del ajedrez».
Para descalificar la creatividad de las máquinas se alega que ellas no razonan, que se limitan a seguir de manera mecánica las rutinas que les dictan los algoritmos de sus programas. Bueno, lo mismo podemos decir de los escritores: todos seguimos los dictados de las poéticas de los géneros, que no son otra cosa que algoritmos estéticos.
Si mañana una máquina escribiera un gran poema, la crítica dirá que ella no es sincera, apenas lista, que no siente lo que dice, que solo practica un arte desalmado y combinatorio. Pero la sinceridad es una categoría moral, no estética. W. H. Auden lo dijo de manera brutal: «Toda la poesía mala es sincera». Se refería al hecho de que la poesía exige edición, el arte de tachar, hipocresía, en suma.
Cuando un poema nos parte el alma ¿emprendemos la pesquisa del «contexto emocional» del poeta para juzgar su sinceridad, o simplemente agradecemos al cielo esa puñalada que nos devuelve a la vida?
Cuando hay que sacrificar un mundo para pulir un verso, ocho de cada siete poetas sacrifican el mundo.
En la Filosofía de la composición de Poe propone un método híbrido: eche mano de su morbo emocional, ponga un tango, siembre flores negras –aconseja el borracho de Baltimore– y luego meta esos despojos en la máquina de versificar.
La obra de Sábato es más sincera que la de Borges, ese frívolo gentleman que solo buscaba elementos estéticos en la filosofía y en las religiones; sin embargo, hoy leemos más a Borges, diletante y facho, que al trascendental Sábato.
Conclusión dos. No me sorprendería si mañana una hormiga o un delfín nos enrostra nuestra avaricia. Y cuando las máquinas tracen el verso capaz de hacernos rabiar de envidia, seré el primero en aplaudirlo. Al fin y al cabo, ellas son hijas nuestras.
¿Serán las máquinas tan inteligentes como el hombre algún día? La pregunta es un disparo al aire porque la «inteligencia» tiene muchas definiciones y porque el ser humano, aceptémoslo, no es un dechado de inteligencia. El hecho de que haya unos cuantos genios no garantiza que la humanidad como especie pase el examen. Por cada Leonardo hay un millón de columnistas.
Si definimos la inteligencia como un juego de memoria y velocidad, hace rato que ellas son más talentosas que nosotros. Si competimos en el terreno de la creatividad, les sacamos ventaja… por ahora.
Alan Turing pensaba que las respuestas de las máquinas eran indistinguibles de las respuestas de las personas, y lo demostró con una prueba famosa, el test de Turing. Conclusión: las máquinas piensan –lo que sea esto.
Rodolfo Llinás sostiene que las máquinas no pueden pensar porque no pueden sentir (en el sentido de que carecen de «contexto emocional»). Fernando Vallejo me dijo un día que «las máquinas son bobas, como nosotros».
Los ensayos que ellas componen me causan una mezcla de ternura y admiración. Sí, no han escrito nada comparable al Padre Nuestro, ni mucho menos un poema como la Elegía a Ramón Sijé, pero es admirable que la IA –apenas una chica de primer semestre– ya escriba textos coherentes. No me sorprendería que en poco tiempo escriban reflexiones tan delicadas como La muerte de las catedrales, los misterios de la liturgia según Proust.
Usted dirá que esto es futurología sin piso. Se equivoca. Va un ejemplo. Hace treinta años, los programadores se preguntaban si las máquinas podrían jugar ajedrez algún día con la sutileza de un campeón. Hoy los comentarios invierten los términos de la comparación: Para resumir una partida muy brillante del excampeón Magnus Carlsen, un crítico escribió: «Carlsen está jugando con la precisión y la profundidad de las máquinas y con la poesía de un artista del ajedrez».
Para descalificar la creatividad de las máquinas se alega que ellas no razonan, que se limitan a seguir de manera mecánica las rutinas que les dictan los algoritmos de sus programas. Bueno, lo mismo podemos decir de los escritores: todos seguimos los dictados de las poéticas de los géneros, que no son otra cosa que algoritmos estéticos.
Si mañana una máquina escribiera un gran poema, la crítica dirá que ella no es sincera, apenas lista, que no siente lo que dice, que solo practica un arte desalmado y combinatorio. Pero la sinceridad es una categoría moral, no estética. W. H. Auden lo dijo de manera brutal: «Toda la poesía mala es sincera». Se refería al hecho de que la poesía exige edición, el arte de tachar, hipocresía, en suma.
Cuando un poema nos parte el alma ¿emprendemos la pesquisa del «contexto emocional» del poeta para juzgar su sinceridad, o simplemente agradecemos al cielo esa puñalada que nos devuelve a la vida?
Cuando hay que sacrificar un mundo para pulir un verso, ocho de cada siete poetas sacrifican el mundo.
En la Filosofía de la composición de Poe propone un método híbrido: eche mano de su morbo emocional, ponga un tango, siembre flores negras –aconseja el borracho de Baltimore– y luego meta esos despojos en la máquina de versificar.
La obra de Sábato es más sincera que la de Borges, ese frívolo gentleman que solo buscaba elementos estéticos en la filosofía y en las religiones; sin embargo, hoy leemos más a Borges, diletante y facho, que al trascendental Sábato.
Conclusión dos. No me sorprendería si mañana una hormiga o un delfín nos enrostra nuestra avaricia. Y cuando las máquinas tracen el verso capaz de hacernos rabiar de envidia, seré el primero en aplaudirlo. Al fin y al cabo, ellas son hijas nuestras.