Murió Eduardo Escobar. Alguna vez compartimos tarima en la Filbo. Lo saludé, solo le dije «Maestro, cómo está», porque el hombre me intimidaba; él me dijo «Quihubo, Londoño» y no fue más, así terminó esa cumbre del pensamiento occidental.
Con él muere el único espécimen simpático de la extrema derecha, el chigüiro de ese inframundo, pero nos quedan sus ensayos esféricos, hechizados, quizá mejores que la suma imposible de Tejada, Caballero, Arciniegas y Ospina.
En su Prosa incompleta descubrí que la palabra tropiezo tiene un «pie» escondido; que los primeros libros fueron escritos en caracteres oscuros sobre unos panes de barro secados al sol de Babilonia, y que tal vez por eso llamamos «ladrillos» a los libros pesados o ilegibles.
Tenía todos los defectos, excepto la reverencia: «Borges es palimpsesto. Escritura sobre la escritura es Borges. Es imposible no admirar su pericia para frasear con discreción y parafrasear sin vergüenza. Más que un erudito que hilvanó un sentido del mundo, es un banco de datos elegantes, selectos, opio rebajado, numismática, Heráldica mohosa, ideario de ideas deshechizadas ya: en suma, escolástica».
De Fernando Vallejo, dijo que «naufraga en una diatriba resentida, en una ramplonería nadaistoide y autohagiográfica».
A su amigo Jotamario Arbeláez no le perdonaba que definiera a Fernando González como «un agiotista de Envigado», aunque más tarde Jota le dedicó a González unos coqueteos calculados, «él sabrá por qué. Hijo de sastre, Jotamario no da puntada sin dedal».
También comentó las obras de poetas menores. «Benedetti es al poema lo que Coelho a la filosofía, Chopra a la espiritualidad y Jairo Aníbal Niño a la literatura infantil. Los cuatro manejan una filosofía de té de viudas, teosofía del supermercado de las buenas intenciones que sólo conduce a los limbos del filisteísmo y a la esterilidad de la complacencia. Injustamente, Benedetti no figura en la discografía de Alberto Cortés. Se lo merece».
«Vargas Vila es joyería ridícula, panfleto histérico, liberalismo de carnaval, soledad con bengalas, vanidad, oropeles, anticlericalismo trasnochado, ripios lujuriosos quemados en los pebeteros de la decadencia del romanticismo europeo, falsa grandeza, machismo maricón y ateísmo de zapatería».
Escobar recordaba que, cuando Thorton Wilder y Sartre postularon a Fernando González para el Nobel de literatura, la Academia Sueca pidió un concepto a Bogotá y su par colombiana respondió postulando a un oscuro filólogo español.
A ratos decía bestialidades («La violación es un delito abominable, así ella se lo merezca») pero también podía hacer crítica en verso: «A Mario Rivero lo fascina el paisaje urbano, la poesía de la calle, el júbilo opaco de existir bajo un cielo de astronautas muertos, en ciudades sembradas de semáforos como flores, por donde pasan secretarias pintándose los labios, no los hombres abstractos de la estética vieja sino mendigos, oficinistas, cocacolos en sus motocicletas y obreros con sus almuerzos magros bajo el brazo de pulpo».
Pese a sus demonios paracoides, era un hombre inspirado. Sus ensayos sorprenden por el humor retorcido, las asociaciones imprevistas y una erudición fresca. El estilo parece oscuro hasta que el lector descubre que en la lengua escobariana la unidad de sentido es el párrafo, no la oración.
En La pregunta sobre Dios (artículo publicado en un número de la revista de la U. de Antioquia) exhibe su dialéctica de paisa aristotélico y se la juega de dos cabezas: “Dios bien podría existir o bien podría faltar en la Creación en absoluto, perfectamente —aquí el adverbio importa—. El Diablo, en cambio, es real pero previsible, tiene tics de payaso malo. Dios es más complejo”.
Sin chigüiros y sin Eduardo, ahora somos más pobres.
Murió Eduardo Escobar. Alguna vez compartimos tarima en la Filbo. Lo saludé, solo le dije «Maestro, cómo está», porque el hombre me intimidaba; él me dijo «Quihubo, Londoño» y no fue más, así terminó esa cumbre del pensamiento occidental.
Con él muere el único espécimen simpático de la extrema derecha, el chigüiro de ese inframundo, pero nos quedan sus ensayos esféricos, hechizados, quizá mejores que la suma imposible de Tejada, Caballero, Arciniegas y Ospina.
En su Prosa incompleta descubrí que la palabra tropiezo tiene un «pie» escondido; que los primeros libros fueron escritos en caracteres oscuros sobre unos panes de barro secados al sol de Babilonia, y que tal vez por eso llamamos «ladrillos» a los libros pesados o ilegibles.
Tenía todos los defectos, excepto la reverencia: «Borges es palimpsesto. Escritura sobre la escritura es Borges. Es imposible no admirar su pericia para frasear con discreción y parafrasear sin vergüenza. Más que un erudito que hilvanó un sentido del mundo, es un banco de datos elegantes, selectos, opio rebajado, numismática, Heráldica mohosa, ideario de ideas deshechizadas ya: en suma, escolástica».
De Fernando Vallejo, dijo que «naufraga en una diatriba resentida, en una ramplonería nadaistoide y autohagiográfica».
A su amigo Jotamario Arbeláez no le perdonaba que definiera a Fernando González como «un agiotista de Envigado», aunque más tarde Jota le dedicó a González unos coqueteos calculados, «él sabrá por qué. Hijo de sastre, Jotamario no da puntada sin dedal».
También comentó las obras de poetas menores. «Benedetti es al poema lo que Coelho a la filosofía, Chopra a la espiritualidad y Jairo Aníbal Niño a la literatura infantil. Los cuatro manejan una filosofía de té de viudas, teosofía del supermercado de las buenas intenciones que sólo conduce a los limbos del filisteísmo y a la esterilidad de la complacencia. Injustamente, Benedetti no figura en la discografía de Alberto Cortés. Se lo merece».
«Vargas Vila es joyería ridícula, panfleto histérico, liberalismo de carnaval, soledad con bengalas, vanidad, oropeles, anticlericalismo trasnochado, ripios lujuriosos quemados en los pebeteros de la decadencia del romanticismo europeo, falsa grandeza, machismo maricón y ateísmo de zapatería».
Escobar recordaba que, cuando Thorton Wilder y Sartre postularon a Fernando González para el Nobel de literatura, la Academia Sueca pidió un concepto a Bogotá y su par colombiana respondió postulando a un oscuro filólogo español.
A ratos decía bestialidades («La violación es un delito abominable, así ella se lo merezca») pero también podía hacer crítica en verso: «A Mario Rivero lo fascina el paisaje urbano, la poesía de la calle, el júbilo opaco de existir bajo un cielo de astronautas muertos, en ciudades sembradas de semáforos como flores, por donde pasan secretarias pintándose los labios, no los hombres abstractos de la estética vieja sino mendigos, oficinistas, cocacolos en sus motocicletas y obreros con sus almuerzos magros bajo el brazo de pulpo».
Pese a sus demonios paracoides, era un hombre inspirado. Sus ensayos sorprenden por el humor retorcido, las asociaciones imprevistas y una erudición fresca. El estilo parece oscuro hasta que el lector descubre que en la lengua escobariana la unidad de sentido es el párrafo, no la oración.
En La pregunta sobre Dios (artículo publicado en un número de la revista de la U. de Antioquia) exhibe su dialéctica de paisa aristotélico y se la juega de dos cabezas: “Dios bien podría existir o bien podría faltar en la Creación en absoluto, perfectamente —aquí el adverbio importa—. El Diablo, en cambio, es real pero previsible, tiene tics de payaso malo. Dios es más complejo”.
Sin chigüiros y sin Eduardo, ahora somos más pobres.