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El compromiso político sobre la JEP al que llegaron diferentes fuerzas políticas de la Comisión Primera del Senado con la nueva versión del PAL 24/2018, y a través del cual se propone una reforma al AL 1/2017, no es para nada conveniente. Por un lado, la elección de 14 magistrados adicionales para las salas y secciones más relevantes para los miembros de la Fuerza Pública podría generar tensiones internas entre estos (y sus magistrados auxiliares) y los “viejos” magistrados. Y esto con razón. Estos últimos magistrados han sido elegidos en un proceso público y transparente por el Comité de Escogencia creado por el Acuerdo de Paz. Dicho comité goza de un amplio reconocimiento internacional, sobre todo por la reputación intachable de sus tres miembros internacionales: Diego García-Sayán, peruano, expresidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos; Juan Méndez, argentino, exrelator especial de las Naciones Unidas sobre la Tortura, y Álvaro Gil-Robles, español, excomisionado del Consejo Europeo de Derechos Humanos. En cambio, los nuevos magistrados deben ser elegidos por un “comité de escogencia autónomo”, cuya autonomía ya está en duda, pues estará compuesto por representantes nacionales que, al ser indicados por diferentes grupos e intereses políticos, actuarán bajo la presión de estos. Si bien en nombre del compromiso político y en beneficio de la tranquilidad de la JEP podría aceptarse la elección de nuevos magistrados, sin embargo, ¿por qué estos no serán elegidos por el verdadero Comité de Escogencia? Como resultado, solo se creará una tranquilidad aparente para la JEP, pues aunque quizá cesen los ataques de sus opositores externos, surgirán seguramente como contrapartida (nuevos) problemas dentro de ella. Adicionalmente, este es un mensaje que ataca la legitimidad de la JEP, pues de manera tácita se estaría aceptando que los actuales magistrados de la JEP no son imparciales ni lo suficientemente competentes para juzgar a miembros de la Fuerza Pública. Todo ello sin considerar ya las cargas presupuestales que acarrea la ampliación del número de magistrados y demás funcionarios en el marco de una JEP con recursos limitados.
Por otro lado, la introducción de una regla procesal estricta que prohíbe a los magistrados considerar una confesión como prueba suficiente para una condena constituye un retroceso procesal impresionante. De hecho, representa una vuelta a la Edad Media, donde existía la prueba tasada (por ejemplo, en la Constitutio Criminalis Carolina de 1532, que exigía para la condena la confesión o dos testigos oculares, con lo cual también se facilitaba, por cierto, la tortura). En cambio, en el proceso penal moderno, también vigente hoy en Colombia bajo el nombre de proceso acusatorio, existe, tras muchos años de discusión científica, el criterio de la libre apreciación de la prueba. Es decir, la decisión del juez fundada en la sana crítica con base en la prueba (lícita) disponible y desvinculada a reglas estrictas formales. Y es precisamente este aspecto el que revela que la dimensión del riesgo que implica el compromiso político es incluso mayor de lo que parece a primera vista, pues con él no solo se afecta negativamente a la JEP, sino también a la cultura procesal colombiana.
* Profesor (titular) de la Georg-August-Universität Göttingen y director general del Centro de Estudios de Derecho Penal y Procesal Penal Latinoamericano (Cedpal) de la misma universidad. Además, es magistrado del Tribunal Especial para Kosovo, La Haya, y amicus curiae de la JEP. Aquí expresa su opinión personal. El autor agradece a Juliette Vargas (Instituto Capaz/Cedpal) y Gustavo Urquizo (Cedpal) por sus importantes comentarios.