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El No del pasado domingo ha generado una gran convulsión en Colombia y en el mundo.
Aunque la comunidad internacional no logra comprender la decisión tomada, es cierto, independientemente de las razones por el No, que no se puede lograr una paz duradera y sostenible si la mitad de los colombianos no está plenamente satisfecha con lo acordado. Lo peor que puede pasar ahora es que se prolongue la incertidumbre que deja el resultado de la refrendación plebiscitaria y se ponga en peligro el efectivo cese del fuego y la disposición de las Farc-ep para usar las palabras como único medio para hacer política. Ante esta situación, las propuestas que llevan a trámites complejos y demorados —una asamblea constituyente o un debate parlamentario de los acuerdos— no son recomendables. Tampoco es responsable extender las discusiones sobre el acuerdo de paz y vincularlas como objeto de las campañas para las elecciones presidenciales de 2018. Más bien se debe comenzar —¡ya!— donde terminaron las partes del acuerdo —el Gobierno y las Farc-ep— y reabrir las negociaciones en La Habana con la participación más amplia posible de los voceros del No. Tal vez sería incluso posible convocar al Eln a participar en las negociaciones. Así se lograría hacer de la necesidad una virtud y se podría, si todas las partes muestran suficiente madurez política, llegar a un pacto nacional de paz del cual tantos hablan ahora.
En el fondo, lo que se tiene que poner sobre la mesa de renegociación son las cuestiones que han generado más críticas y que se vinculan básicamente a los subacuerdos sobre participación política y justicia. Si uno lee detenidamente las 297 páginas del acuerdo final —algo que pocos al parecer han hecho— se encontrará una serie de temas que vale la pena reconsiderar. Aquí puedo solamente mencionar algunos sin pretensión de ser exhaustivo y, mucho menos, de presentar posiciones definitivas. ¿Es justo que no haya inhabilitación política en caso de condenas por crímenes internacionales (recuérdese que el Art. trans. 67 de la Constitución, introducido por el Marco Jurídico para la Paz, por lo menos prevé eso en caso de crímenes de lesa humanidad y genocidio)? ¿Es adecuado que se garanticen a las Farc-ep en total diez curules en el Congreso sin que ellas ganen las elecciones? ¿Es correcta una concepción del delito político conexo que posiblemente abarque el narcotráfico a pesar de que es el delito por excelencia cometido con fines de lucro? ¿Es necesario conceptualizar la Jurisdicción Especial para la Paz como una jurisdicción especial y excluyente que incluso permitiría revisar sentencias firmes de la justicia ordinaria colombiana? ¿Es compatible con el derecho penal internacional que la responsabilidad del mando requiera conocimiento positivo del superior de los crímenes cometidos por sus subordinados (recuérdese que según el estándar internacional basta una forma de negligencia consciente)? ¿Es convincente el concepto de tratamiento diferenciado para los agentes públicos si en efecto esto implica una renuncia a la persecución penal y así opera últimamente como la amnistía que se pretende conceder solamente a las Farc-ep?
Evidentemente no se trata de “reinventar la rueda” y renegociar todo. No sólo por razones de tiempo, sino también porque se debe reconocer que el acuerdo final es un documento impresionante y, desde una perspectiva comparada, ciertamente único. Además, hay una rica experiencia de justicia excepcional (transicional) en el país; especialmente la Ley de Justicia y Paz, promovida por el vocero más importante del No, y el Marco Jurídico para la Paz establecen un estándar mínimo que el (nuevo) acuerdo no debe ignorar.
* Catedrático de derecho penal, derecho procesal penal, derecho comparado y derecho penal internacional en Alemania en la Georg-August Universität Göttingen (GAU). Director del Centro de Estudios de Derecho Penal y Procesal Penal Latinoamericano (Cedpal) de la GAU y juez del Tribunal Provincial de Gotinga. El autor agradece a John Zuluaga, LL.M. y doctorando de la GAU, por sus valiosos comentarios.