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Cada sociedad escribe su autobiografía en el libro de los muertos y en el libro de las artes, dijo alguna vez el escritor británico John Ruskin.
Y si las sociedades se ven reflejadas en sus expresiones artísticas, el séptimo arte sería, sin duda, su mejor espejo. Pero en el espejo del cine la realidad no se reproduce: se reinventa. Y no es necesario ser Pierre Bourdieu para descubrir cuán retorcida y fantástica puede llegar a ser esa proyección del mundo después de haber atravesado la caprichosa lente de Hollywood.
El cine envejece mal, y se ve peor cuando viene cargado de estereotipos culturales o raciales, como en esos clásicos del Lejano Oeste en que los indios eran actores caucásicos con la cara pintada de color cobre y el pelo teñido de negro. Pero algo se ha progresado: en las películas más recientes, el nativo americano pasó de ser un salvaje para convertirse en un ser espiritual, esotérico. Al menos ahora se lo considera más humano que animal, pues hasta hace poco rastreaba a sus enemigos olfateando sus huellas.
Para Hollywood, todos los asiáticos, o saben kung fu o son karatecas. Los latinos son amantes apasionados o bailarines de salsa, cuando no drogadictos, traficantes o proxenetas. Los árabes son todos terroristas, y los rusos, exagentes de la KGB o trabajan para la mafia. En su afán por enmendar sus peores estereotipos, los directores de cine norteamericanos a menudo se vuelcan hacia el extremo opuesto: ahora lo políticamente correcto es escoger siempre una mujer o un afroamericano para hacer el papel de presidente, científico o incluso el de pistolero del Viejo Oeste.
Pero una forma de racismo oculto subsiste: dondequiera que haya un sicópata o una criatura asesina, sus víctimas van desapareciendo en “orden de jerarquía”: primero Alien devora al latino, luego al actor negro y por último al asiático. La “carne blanca” se reserva para el final, pero el monstruo, claro está, se queda con las ganas. El esquema admite variaciones: si cualquiera de los “prescindibles” no quiere terminar en las fauces del monstruo alienígena, siempre tiene la opción de inmolarse para salvar la nave. Otra posible salida es que Alien decida comenzar su festín engulléndose al personaje infiel o a su amante, o a cualquier tripulante que tenga su pecado.
En el cine clásico de Hollywood, la mujer se limita a cumplir su papel servicial de ayudante o de secretaria, o su papel tradicional de esposa o madre. Hay excepciones: las mujeres vampiresas o las mujeres vengativas, como en “Las Diabólicas”. En las películas más recientes, la lucha por la igualdad de géneros se representa en la forma de una disputa insufrible entre los dos sexos: la mujer, siempre delgada, musculosa y agria, se ve en la obligación de demostrar su igualdad con el macho. La pelea termina, como todos sabemos, cuando ella finalmente se rinde ante los encantos de su rival.
Los niños, de otro lado, siempre hacen el papel de pequeños déspotas traumatizados, cuando no es que representan la encarnación misma del diablo. Por una extraña razón se ha impulsado la idea de que hay algo tenebroso en las canciones infantiles, y en los payasos, que suelen mostrarse como personajes siniestros.
Y si los estereotipos son desagradables, los clichés resultan insoportables. Hasta cuándo tendremos que aguantar la historia trillada del policía bueno y del policía malo. Del policía heroico que dábamos por muerto, pero que luego se quita el abrigo para exhibir el milagroso chaleco antibalas. No puede ser más repetida la escena de la explosión apocalíptica mientras el héroe victorioso se aleja caminando, despacio, indiferente, sin mirar hacia atrás. O del científico antisocial, rechazado por sus colegas, cuyas teorías revolucionarias se convierten a última hora en tabla de salvación para la humanidad. Peor resultan las persecuciones interminables de autos, y la obsesión por hacerlos explotar, sin antes no haberse llevado por delante varias vitrinas, las mesas y sillas de algún café (sin nunca atropellar a nadie), y después de haber hecho volar por los aires las frutas del carrito del vendedor ambulante.
¿Qué suspenso puede crear el auto que finalmente logra encender, después de varios intentos, y solo cuando el asesino está a punto de alcanzar al protagonista; o la bomba que se logra desactivar faltando un segundo para detonar? Quién no está saturado de ver la escena del villano a punto de matar a su víctima, pero cuando se escucha el balazo final es él quien cae muerto, pues alguien le ha disparado desde atrás. O aquella del protagonista que logra atravesar en su auto el cruce del ferrocarril a escasos centímetros de un tren que pasa a toda marcha. O aquella de dos hombres que, enfrentados cara a cara, y pistola en mano, se amenazan e insultan pero jamás disparan, como dictaría la lógica más elemental.
Y hay clichés inexplicables, como dejar siempre el cambio como propina para el chofer del taxi. ¿Y por qué las maletas parecen tan livianas, como si estuviesen vacías? Tampoco se explica por qué la lluvia, cuando es simulada, debe ser torrencial, o por qué el relámpago, nunca antecede al trueno, contraviniendo una ley de la naturaleza. Y no falta el disparo que lanza hacia atrás a la víctima, pero no hace lo mismo con el agresor, cuando la física nos enseña que el momento lineal de la bala y el de la pistola deben ser vectores de magnitud igual y direcciones opuestas. También parece caprichosa la escena del personaje que repite en voz alta algún refrán, cuando aparece de súbito alguien más que lo termina de recitar. Y hay clichés tontos, como cuando el protagonista logra huir en un auto que siempre encuentra aparcado, con las ventanillas abiertas y las llaves puestas.
Por supuesto que además del cine estereotipado y comercial, Hollywood nos ha regalado magníficas obras de arte. No obstante, la proyección de esa imagen fantasiosa del héroe americano, moralmente superior, dispuesto a sacrificarse en aras de la libertad y la justicia ha sido siempre un invariante. Es difícil saber hasta qué punto el cine es un reflejo de la sociedad norteamericana o ha sido en últimas el responsable de troquelar en la consciencia colectiva esa percepción particular y aberrada de la realidad.