
Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
La empatía es una cualidad definida por la posibilidad de que una persona pueda asumir el lugar del otro y considerar sus necesidades, circunstancias y perspectivas particulares. Es una dimensión emocional de la personalidad, asociada a la capacidad de conectar con la experiencia vital de los demás.
En términos de política y de gobierno, la empatía es una cualidad esencial. Nada que despierte más simpatía en un elector que pensar que gobernantes o el poderoso de turno pueden interpretar sus necesidades y sentir como propios sus problemas.
Considerar al otro en todas sus dimensiones empieza por el respeto elemental a los acuerdos de puntualidad porque, además de develar desinterés en el otro, la impuntualidad demuestra, en el caso de los políticos, desprecio por las instituciones. Se trata de un mal defecto vinculado a una personalidad política en que no se respeta lo que el otro representa.
Es el caso del presidente, su ya patológica impuntualidad ha representado un profundo desprecio incluso por causas que él reclama como suyas. Un ejemplo: fue doloroso ver a la estoica Aida Avella cocinándose en el sol bogotano al lado de las víctimas de la UP que se quedaron esperando a Petro en el que iba a ser acto de pedida de perdón estatal por el magnicidio contra su partido.
Abundan otros casos. El 20 de julio, y por primera vez, el desfile militar inició sin el presidente, que tampoco llegó al cierre de la Cumbre de la Amazonía en agosto, que dejó esperando siete horas a los alcaldes del país en Bucaramanga, que llegó tarde a donde Lula y Biden. No es solo un problema de gestión del tiempo: es de una falta de empatía inconveniente para construir confianza.
Los dos casos más recientes de esa característica son dicientes: el mandatario llegó dos horas y media tarde a la Conmemoración del Octavo Aniversario del Acuerdo de Paz. No hubo ni disculpa ni explicación alguna a los invitados especiales, entre los que estaban: Rosmery DiCarlo, altísima funcionaria de la ONU; firmantes de paz; la Filarmónica de Bogotá; embajadores, y niños del Coro Hijas e Hijos de la Paz, que esperaron cuatro horas en un camerino para poder verlo.
Ante la audiencia calificada, el discurso también sorprendió por su desconexión. El presidente no celebró el Acuerdo, no dio importancia a los avances en la implementación y dedicó sus palabras a elaborar teorías de conspiración sobre el aumento en el costo del crédito. Al terminar salió corriendo y sus asesores quitaron la tarima, como si no hubiera nadie ni nada más. Casi todos los ministros se fueron, y los niños y la Orquesta interpretaron su música ante un público muy reducido.
El 25 de noviembre, la antipatía presidencial volvió a aparecer con el anuncio del regreso de Benedetti al Palacio de Nariño, justo el día mundial de lucha contra las violencias de género. La más que sonada historia de maltrato a las mujeres de Benedetti, pisoteó las expectativas de quienes votaron por la inclusión y la política del amor. Ese episodio, tan antipático como la impuntualidad, fue tan doloroso que requiere de un análisis siquiátrico y no solo político: un acto tan antiempático que se merece otro capítulo.
