Se deleitaron miles de políticos y cientos de analistas diciendo que el domingo pasado triunfó la democracia, la que consideran la más antigua de América Latina, la que permite elegirlos así repitan una y otra vez las mismas cosas.
Tiene sentido que la ciudadanía descontenta vote para castigar a algunos alcaldes y gobernadores que venían ejerciendo. Ciudades como Cali y Medellín se liberaron de figuras oscuras e impopulares como Ospina y Quintero, y prefirieron volver a las promesas del establecimiento. Ante la baja legitimidad de Petro —30 % desde hace tres meses—, millones de electores creyeron que “es mejor malo conocido”.
En un país tan presidencialista, las elecciones locales y regionales son perfectas para expresar fervor o rechazo al mandatario de turno. El fenómeno no es nuevo: en 2019 varias ciudades votaron contra lo que representaba Iván Duque, y Bogotá eligió a Lucho Garzón y a Samuel Moreno, ambos del Polo, en pleno auge de Uribe. La ciudad, hasta el año pasado petrista, esta vez le dijo al presidente que se concentre en lo suyo.
Pero hubo lugares en los que la rebeldía frente al poder nacional no implicó conciencia programática ni un triunfo de la democracia. Se impusieron de nuevo los clanes y las clientelas y, en el mejor de los casos, los mismos volvieron a los mismos cargos. Medellín y Barranquilla repitieron alcalde, y el Valle, Atlántico, Boyacá y Cundinamarca repitieron gobernador. La casa Blel volvió a la Gobernación de Bolívar en cuerpo ajeno y la casa Gnecco —aun con matrona fugitiva— eligió gobernadora en Cesar. Las investigaciones no fueron obstáculo para elegir a Yahir Acuña en Sincelejo, entre otros ejemplos.
Ni la rebelión de los clanes implica un mejor funcionamiento democrático ni responde del todo a un plebiscito contra la izquierda. Por un lado, porque el clientelismo es contrario a la incertidumbre en los resultados electorales, valor central de la democracia. Por otro, porque esos clanes se interesan más en los avales que en las ideas para lo público. También son pragmáticos y se voltean: conservadores, U, liberales y partidos de avales como Colombia Renaciente estuvieron con Petro hace un año.
Era más claro el panorama cuando la política se podía leer en la lógica de uribismo vs. antiuribismo, o uribismo vs. petrismo. Desde 2011, izquierda y derecha salieron del clóset y la gente supo dónde poner sus preferencias. Pero excepto Uribe y otros pocos, los caciques suelen pensar más en avales que en ideologías.
Con el resultado de las elecciones del pasado domingo celebran quienes defienden lo de siempre, asegurando que todo tiempo pasado fue mejor, como si la manzanilla fuera preferible y el clientelismo la única vía o como si antes y con los de siempre a este país le hubiera ido bien.
Es triste que en muchas regiones no haya liderazgos que, ante lo sucedido con el primer gobierno de izquierda, representen otra salida.
Se deleitaron miles de políticos y cientos de analistas diciendo que el domingo pasado triunfó la democracia, la que consideran la más antigua de América Latina, la que permite elegirlos así repitan una y otra vez las mismas cosas.
Tiene sentido que la ciudadanía descontenta vote para castigar a algunos alcaldes y gobernadores que venían ejerciendo. Ciudades como Cali y Medellín se liberaron de figuras oscuras e impopulares como Ospina y Quintero, y prefirieron volver a las promesas del establecimiento. Ante la baja legitimidad de Petro —30 % desde hace tres meses—, millones de electores creyeron que “es mejor malo conocido”.
En un país tan presidencialista, las elecciones locales y regionales son perfectas para expresar fervor o rechazo al mandatario de turno. El fenómeno no es nuevo: en 2019 varias ciudades votaron contra lo que representaba Iván Duque, y Bogotá eligió a Lucho Garzón y a Samuel Moreno, ambos del Polo, en pleno auge de Uribe. La ciudad, hasta el año pasado petrista, esta vez le dijo al presidente que se concentre en lo suyo.
Pero hubo lugares en los que la rebeldía frente al poder nacional no implicó conciencia programática ni un triunfo de la democracia. Se impusieron de nuevo los clanes y las clientelas y, en el mejor de los casos, los mismos volvieron a los mismos cargos. Medellín y Barranquilla repitieron alcalde, y el Valle, Atlántico, Boyacá y Cundinamarca repitieron gobernador. La casa Blel volvió a la Gobernación de Bolívar en cuerpo ajeno y la casa Gnecco —aun con matrona fugitiva— eligió gobernadora en Cesar. Las investigaciones no fueron obstáculo para elegir a Yahir Acuña en Sincelejo, entre otros ejemplos.
Ni la rebelión de los clanes implica un mejor funcionamiento democrático ni responde del todo a un plebiscito contra la izquierda. Por un lado, porque el clientelismo es contrario a la incertidumbre en los resultados electorales, valor central de la democracia. Por otro, porque esos clanes se interesan más en los avales que en las ideas para lo público. También son pragmáticos y se voltean: conservadores, U, liberales y partidos de avales como Colombia Renaciente estuvieron con Petro hace un año.
Era más claro el panorama cuando la política se podía leer en la lógica de uribismo vs. antiuribismo, o uribismo vs. petrismo. Desde 2011, izquierda y derecha salieron del clóset y la gente supo dónde poner sus preferencias. Pero excepto Uribe y otros pocos, los caciques suelen pensar más en avales que en ideologías.
Con el resultado de las elecciones del pasado domingo celebran quienes defienden lo de siempre, asegurando que todo tiempo pasado fue mejor, como si la manzanilla fuera preferible y el clientelismo la única vía o como si antes y con los de siempre a este país le hubiera ido bien.
Es triste que en muchas regiones no haya liderazgos que, ante lo sucedido con el primer gobierno de izquierda, representen otra salida.