A periodistas, analistas y actores de la política nacional, petristas y antipetristas, gobiernistas y oposición, los une la misma conversación: desde hace diez días argumentan, respaldan y controvierten sobre una constituyente petrista que jamás va a pasar.
Es como si nunca hubieran leído un manual de historia reciente. Porque desde 1991 se han propuesto 729 cambios constitucionales, de los cuales solo se han aprobado sesenta, que han costado sangre, disciplina y un enorme capital político. Es el caso de la reelección, pagada con toneladas de “mermelada” para su aprobación en 2005, que dejó a dos ministros y una congresista presos. Eso, a pesar de que el presidente de entonces tenía 70 % de popularidad.
Además de las lecciones de la historia, la realidad también está llena de razones por las que responderle a Petro es amplificarlo inútilmente. Si no tiene mayorías para pasar las reformas sociales, menos las tendrá para tramitar un acto legislativo que termine en una votación popular.
Algunos dirán que llegar a la constituyente de 1990 fue posible sin tantos formalismos. Pero si bien la convocatoria a esa asamblea se legitimó en la voluntad popular tramitada en una papeleta, el contexto era muy diferente. Entonces había un consenso: el cansancio con el bipartidismo, la presión narco, la necesidad de ampliar los derechos. Eran causas reivindicadas por una sociedad liderada por un movimiento estudiantil masivo, pacífico, no polarizante y no solo por un antojo presidencial.
Ahora no hay consensos, fuerza política, ni sensación de que el régimen no da más. A diferencia de la de 1886, la del 91 aún es una Constitución legítima y es el marco para que el Estado responda a las causas que argumenta Petro: la prestación digna de servicios de salud, la lucha contra el cambio climático o la justicia social. Hoy los mínimos se logran con una tutela y la gente sabe que no son las normas lo que falla, sino la corrupción y la incapacidad de gobernar.
Aún así, en medio del disenso, a petristas y opositores los unen las ganas de conversar sobre una propuesta absurda que ni siquiera será tramitada. No es claro qué ganan los críticos amplificando al presidente. ¿Impulsar la idea de que Petro es un dictador? ¿Insistir en la zozobra para pescar votos en ella?
Si es así, se equivocan electoralmente: cuanto más sentido de caos promuevan los políticos, mayor serán la desesperanza y el rechazo a quienes, en vez de proponer, pelean, confunden y hablan de intangibles. Además de las lágrimas que derraman cuando oyen a sus caudillos, a petristas y antipetristas los une la captura de un globo en tormo a la lejana discusión del cambio institucional.
Mientras eso sucede, al resto nos une la desgracia de poderosos que no gobiernan, jefaturas de extremos que promueven referendos (2005) y constituyentes (2024) sin mirarse los ombligos. O con ombligos tan turbios que prefieren taparlos. Y para hacerlo, nada más efectivo que la amplificación de sus propuestas incendiarias y populistas, que siempre les han hecho los demás.
A periodistas, analistas y actores de la política nacional, petristas y antipetristas, gobiernistas y oposición, los une la misma conversación: desde hace diez días argumentan, respaldan y controvierten sobre una constituyente petrista que jamás va a pasar.
Es como si nunca hubieran leído un manual de historia reciente. Porque desde 1991 se han propuesto 729 cambios constitucionales, de los cuales solo se han aprobado sesenta, que han costado sangre, disciplina y un enorme capital político. Es el caso de la reelección, pagada con toneladas de “mermelada” para su aprobación en 2005, que dejó a dos ministros y una congresista presos. Eso, a pesar de que el presidente de entonces tenía 70 % de popularidad.
Además de las lecciones de la historia, la realidad también está llena de razones por las que responderle a Petro es amplificarlo inútilmente. Si no tiene mayorías para pasar las reformas sociales, menos las tendrá para tramitar un acto legislativo que termine en una votación popular.
Algunos dirán que llegar a la constituyente de 1990 fue posible sin tantos formalismos. Pero si bien la convocatoria a esa asamblea se legitimó en la voluntad popular tramitada en una papeleta, el contexto era muy diferente. Entonces había un consenso: el cansancio con el bipartidismo, la presión narco, la necesidad de ampliar los derechos. Eran causas reivindicadas por una sociedad liderada por un movimiento estudiantil masivo, pacífico, no polarizante y no solo por un antojo presidencial.
Ahora no hay consensos, fuerza política, ni sensación de que el régimen no da más. A diferencia de la de 1886, la del 91 aún es una Constitución legítima y es el marco para que el Estado responda a las causas que argumenta Petro: la prestación digna de servicios de salud, la lucha contra el cambio climático o la justicia social. Hoy los mínimos se logran con una tutela y la gente sabe que no son las normas lo que falla, sino la corrupción y la incapacidad de gobernar.
Aún así, en medio del disenso, a petristas y opositores los unen las ganas de conversar sobre una propuesta absurda que ni siquiera será tramitada. No es claro qué ganan los críticos amplificando al presidente. ¿Impulsar la idea de que Petro es un dictador? ¿Insistir en la zozobra para pescar votos en ella?
Si es así, se equivocan electoralmente: cuanto más sentido de caos promuevan los políticos, mayor serán la desesperanza y el rechazo a quienes, en vez de proponer, pelean, confunden y hablan de intangibles. Además de las lágrimas que derraman cuando oyen a sus caudillos, a petristas y antipetristas los une la captura de un globo en tormo a la lejana discusión del cambio institucional.
Mientras eso sucede, al resto nos une la desgracia de poderosos que no gobiernan, jefaturas de extremos que promueven referendos (2005) y constituyentes (2024) sin mirarse los ombligos. O con ombligos tan turbios que prefieren taparlos. Y para hacerlo, nada más efectivo que la amplificación de sus propuestas incendiarias y populistas, que siempre les han hecho los demás.