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El gobierno de Petro está lleno de contradicciones. Mientras hace una semana el canciller y el ministro del Interior presentaban en el Consejo de Seguridad de la ONU un plan para acelerar la implementación del Acuerdo de Paz, en Colombia los familiares de las víctimas del genocidio de la Unión Patriótica esperaban una disculpa del presidente. Tenían toda la razón: en la Plaza de Bolívar, Aida Avella, senadora y sobreviviente de la Unión Patriótica, se quedó sola bajo el sol esperando a Petro, que nunca llegó. ¿La razón? Tenía, dijo, gripa.
No era un evento cualquiera. En él estaba la esperanza de cientos de familias que llevan más de 30 años esperando justicia y reparación. Las palabras de los asistentes, “si Petro no viene, nosotros nos vamos”, resumieron la frustración de quienes se quedaron esperando una reparación emocional.
No es la primera vez que Petro deja a los familiares las víctimas de la UP con los crespos hechos. El año pasado también los dejó metidos en el evento al que la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), de visita en Bogotá, asistió para instalar la comisión para constatar la identidad de las víctimas a reparar.
La historia va más allá de un problema de impuntualidad. El mensaje que envía la reiterada ausencia de Petro en estos actos es el de un profundo desinterés por las víctimas del conflicto, y de desdén ante quienes lo apoyaron y ante la comunidad internacional. Porque la Corte Interamericana lo dejó claro: el Estado colombiano es responsable del genocidio político de la UP y su deber es sancionar a los responsables y reparar a las víctimas. Y si alguien tiene la obligación de personificar esa reparación es el presidente como cabeza del Estado colombiano. Es un tema racional, político y de empatía: mientras una gripa se ataca con un Advil, el dolor social por un genocidio de tal magnitud solo se alivia con un ruego de perdón presidencial.
Por eso es difícil entender por qué él, que tantas veces ha señalado al establecimiento colombiano por su responsabilidad en el clasismo, racismo y exclusión política, desperdició la oportunidad de reivindicar a la izquierda civilista que lo ayudó a llegar al poder. Frente a casos como este, el establecimiento, e incluso el de derecha, a veces se había portado mejor. Para citar un momento, en 2011 Germán Vargas Lleras pidió perdón en nombre del Estado por el asesinato de Manuel Cepeda, senador de la UP y padre de Iván Cepeda. El entonces ministro del Interior reconoció que la justicia había tardado más de lo razonable y que el Estado había sido responsable en ese asesinato.
La inasistencia de Petro no solo revela una deuda con las víctimas de la UP, partido que además hace parte de su coalición de gobierno, sino que también es una contradicción ética profunda en su discurso. Más allá de las reparaciones económicas, son los gestos simbólicos los que pueden ayudar a cerrar heridas, y él, el maestro de los símbolos, falló en comprender su importancia.
El silencio presidencial sigue y duele. Ni una disculpa, ni una explicación. Treinta años después y con la esperanza de que un gobierno de izquierda trajera algo de reparación, la herida de la Unión Patriótica sigue abierta.