Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
No ha sido una buena semana para el mundo. En la comunidad valenciana, en España, crece el número de víctimas de una inédita catástrofe alimentada por el cambio climático, mientras, al otro lado del globo, en el que por ahora sigue siendo el país más poderoso eligen presidente a un negacionista del fenómeno que pone en jaque la vida de todos.
La tragedia por las inundaciones en Valencia —que al momento de escribir esto registraba 222 muertos y 78 desaparecidos— como casi todas las tragedias humanas encuentra explicación, además, en un cuestionable ejercicio del poder inmediato: es decir, del poder de sus autoridades del momento.
La cadena de despropósitos (por no llamarlos de otra manera, y ya tendría que ser un juez penal quien lo hiciera, y ojalá) cometidos por Carlos Mazón, el derechista presidente del gobierno autónomo, es larga y pesada. Ya la han contado bien los medios que cubren el caso, pero vale recalcar que ese mandatario un año antes eliminó la unidad local de emergencias, horas antes desatendió las alarmas de la agencia estatal de meteorología y el mismo día que todo pasó se presentó tarde a la primera reunión de respuesta a la emergencia.
También se ha mantenido en tensión permanente con el gobierno nacional del socialista Pedro Sánchez que, con el nivel de alerta que se declaró, por reparto de competencias solo puede actuar en la medida en que se lo pida el gobierno autónomo, que es el que tiene el mando de la situación. Una situación toda azuzada a conveniencia por desinformadores y beneficiarios del odio y la polarización, que contrastan con el ejército de voluntarios (muchos jóvenes) que ha llegado a prestar ayuda a los lugares del desastre y hoy da ejemplo de solidaridad y verdadera eficiencia. Por cierto, eran esos voluntarios prácticamente el soporte principal de los afectados el día que se dio la visita de los reyes que terminó en una feria de lodo y rabia.
Muchas, muchísimas reflexiones que hacer a partir del dolor de Valencia, y una en especial para mirarnos al espejo en Colombia, estos días en que de nuevo está encendido el debate de la descentralización por cuenta de la inminente aprobación en el Congreso de una reforma al sistema general de participaciones.
En concreto, la iniciativa propone aumentar los ingresos de los entes territoriales, es decir, de las alcaldías y gobernaciones, lo que ayudaría a disminuir el desequilibrio entre el gobierno central (que administra 80 de cada 100 pesos que se recaudan) y las regiones (que en general se quedan apenas con entre 6 y 14 de cada 100 pesos).
Sin embargo, expertos y opinadores de todas las orillas advierten que la nueva repartición no tiene suficiente viabilidad fiscal y aumenta el riesgo de corrupción porque no impone más competencias o controles a los mandatarios locales y, en cambio, sí les garantiza más plata.
Los promotores del proyecto, entre los que se encuentra el gobierno Petro, prometen un paño de solución con una ley de competencias para establecer responsabilidades adicionales a esas administraciones, lo que en cualquier caso no resuelve todas las objeciones. La de la corrupción de los grupos políticos locales es un evidente argumento centralista, pues bien se sabe que ladrones y parásitos del Estado no es que falten en Bogotá. La corrupción, valga la obviedad, es nacional y un golpe a ella puede ser, de hecho, que el presupuesto deje de ser moneda de cambio de los gobiernos del centro en sus negociaciones por votos con los caciques regionales.
No es poco lo que habría que celebrar si se empieza a sanear la deuda histórica con el país de regiones que estableció la Constitución del 91. Aunque, y aquí la reflexión desde el caso de Valencia, entendiendo por supuesto que hablamos de dos sistemas de gobierno distintos: ninguna descentralización, ninguna autonomía (y en general nada), servirá tampoco con ineptos. Hay cientos que hoy lloran las consecuencias de elegir uno.