Los libros de Roald Dahl fueron reescritos en Reino Unido para cambiar el lenguaje que consideraron “ofensivo”. August Gloop es enorme en vez de gordo. Mr. Fox no tiene tres hijos, sino tres hijas. El Señor Cretino no es feo. Los Oompa Loompas son personas y no hombrecitos. Matilda no lee a Joseph Conrad sino a Jane Austen. Las mujeres no trabajan como secretarias sino como científicas.
Lo que está disfrazado de buenas intenciones es, en realidad, una artimaña con intereses económicos. Es la doble moral de que necesiten aún de su nombre para vender, pero no les sirven sus historias originales, irreverentes; las que lo hicieron un clásico. Hablan con cinismo de una revisión en que los cambios fueron “pequeños y cuidadosos”, tratándose de un engaño, una falsificación del lenguaje elegido por Dahl. Ni siquiera es censura. Le quitaron la identidad al creador de Matilda. Y, así, ha vuelto a morir.
Quienes apoyan este tipo de hipercorrección se engañan si creen que un niño/a va a estar exento de adjetivos ofensivos en su vida. Hay que ver en qué contexto lo reciben: quién lo escribió o dijo, cuándo y con qué fin. Y, ahí, buscar las herramientas críticas para pensar distinto o saberse defender con argumentos. Un libro les permite diferenciar entre la realidad y el lugar seguro de la ficción. Con su lenguaje no busca necesariamente inculcar unos valores morales o estéticos; es un recurso para crear mundos y personajes que emocionen. Es el lector quien elige qué creer y seguro lo hará mejor si tiene suficientes opciones y un espacio de conversación. Esto exige valentía de parte de los adultos, no el facilismo de dejar en manos de la literatura lo que debe provenir de la familia o la escuela.
Dahl fue importante porque nos emocionó y nos hizo reír. No a costa de burlarse, sino poniéndose en el lugar de la infancia, sin subestimarla. No como el que sabe mejor las cosas, sino como quien quiere acompañar. Porque él más que nadie sabía lo difícil que es esa época, lo solitaria y dolorosa, lo llena de adultos decidiendo qué es lo correcto.
Hablan de inclusión, yo veo una imposición. Una nueva hoguera en la que se siguen quemando los libros que no reafirman las nuevas normas de lo correcto. El fuego es la hipercorrección. Por qué no buscar, mejor, una convivencia: publiquen libros correctamente políticos, denle voz también a nuevos autores con estas propuestas, pero dejen a Roald Dahl, y a tantos clásicos, en paz. Permitan que exista, de verdad, la diversidad literaria. Qué aburrida una biblioteca homogénea. Qué catástrofe que todos y, por supuesto, todas, pensemos igual.
Los libros de Roald Dahl fueron reescritos en Reino Unido para cambiar el lenguaje que consideraron “ofensivo”. August Gloop es enorme en vez de gordo. Mr. Fox no tiene tres hijos, sino tres hijas. El Señor Cretino no es feo. Los Oompa Loompas son personas y no hombrecitos. Matilda no lee a Joseph Conrad sino a Jane Austen. Las mujeres no trabajan como secretarias sino como científicas.
Lo que está disfrazado de buenas intenciones es, en realidad, una artimaña con intereses económicos. Es la doble moral de que necesiten aún de su nombre para vender, pero no les sirven sus historias originales, irreverentes; las que lo hicieron un clásico. Hablan con cinismo de una revisión en que los cambios fueron “pequeños y cuidadosos”, tratándose de un engaño, una falsificación del lenguaje elegido por Dahl. Ni siquiera es censura. Le quitaron la identidad al creador de Matilda. Y, así, ha vuelto a morir.
Quienes apoyan este tipo de hipercorrección se engañan si creen que un niño/a va a estar exento de adjetivos ofensivos en su vida. Hay que ver en qué contexto lo reciben: quién lo escribió o dijo, cuándo y con qué fin. Y, ahí, buscar las herramientas críticas para pensar distinto o saberse defender con argumentos. Un libro les permite diferenciar entre la realidad y el lugar seguro de la ficción. Con su lenguaje no busca necesariamente inculcar unos valores morales o estéticos; es un recurso para crear mundos y personajes que emocionen. Es el lector quien elige qué creer y seguro lo hará mejor si tiene suficientes opciones y un espacio de conversación. Esto exige valentía de parte de los adultos, no el facilismo de dejar en manos de la literatura lo que debe provenir de la familia o la escuela.
Dahl fue importante porque nos emocionó y nos hizo reír. No a costa de burlarse, sino poniéndose en el lugar de la infancia, sin subestimarla. No como el que sabe mejor las cosas, sino como quien quiere acompañar. Porque él más que nadie sabía lo difícil que es esa época, lo solitaria y dolorosa, lo llena de adultos decidiendo qué es lo correcto.
Hablan de inclusión, yo veo una imposición. Una nueva hoguera en la que se siguen quemando los libros que no reafirman las nuevas normas de lo correcto. El fuego es la hipercorrección. Por qué no buscar, mejor, una convivencia: publiquen libros correctamente políticos, denle voz también a nuevos autores con estas propuestas, pero dejen a Roald Dahl, y a tantos clásicos, en paz. Permitan que exista, de verdad, la diversidad literaria. Qué aburrida una biblioteca homogénea. Qué catástrofe que todos y, por supuesto, todas, pensemos igual.