Para la señorita Johnsy, de La última hoja de O. Henry, su destino está determinado por el jardín. Ha contado las hojas de una hiedra y, a medida que éstas caen, Johnsy hace la cuenta regresiva para el momento de su muerte. La hiedra es a la vez lo que la anima a vivir y lo que la invita a morir.
No hay médico que pueda salvarla de su inercia, pero sí un artista. La verdadera obra maestra no será la que represente la última hoja a punto de caer, es decir, el cuadro vivo de un jardín, sino la que logre devolverle el interés por el mundo.
En La Bella y la Bestia, escrito originalmente por la escritora francesa Gabrielle-Suzanne Barbot de Villeneuve, el príncipe espera, melancólico, a que caiga el último pétalo de la rosa para morir. Solo podrá salvarse si alguien logra amarlo siendo la Bestia. Bella se instala en su castillo, juega en sus jardines y parece devolverle la belleza al rosedal. Puede tomar la flor que ella quiera excepto la rosa de la Bestia. Como es de esperarse, la rosa prohibida es la única que Bella quiere. Solo al dar su vida por la doncella, la rosa deja de tener importancia para la Bestia.
La jardinera de Sarah Stewart empaca semillas en su equipaje y viaja del campo a la ciudad para ayudar a su tío panadero. Aprende a amasar el pan a cambio de enseñar el nombre en latín de las flores y siembra un jardín en tazas rotas, en latas de pan, en los maceteros de las ventanas. Sin embargo, lo que más le interesa es plantar en su tío una sonrisa.
La joven jardinera trabaja en silencio, constante, esperando el momento en que su jardín secreto estalle en colores. “Las lluvias de abril traen las flores de mayo”, le parece escuchar a su abuela. Llega el día en que el tío quiere sonreír, pero no recuerda cómo hacerlo. Así que prepara un ponqué y lo adorna con flores. “Ese ponqué equivale a mil sonrisas”, dice complacida la joven jardinera. Su trabajo está terminado. Regresa al jardín de su abuela, en el campo, pensando que “nosotros los jardineros nunca nos pensionamos”.
Escribe Cristian Alarcón en El tercer paraíso que “Imaginar un jardín es someterse a una nueva consciencia. Los pasos que daré serán condicionados por la tierra, el aire, la luz, el agua y el tiempo”. Se escribe tanto sobre el jardín porque es la metáfora de la vida. Todo nace, crece, muere y renace. Antes de que llegue ese momento puedes, como dijo Hiperión, “demorarse en su poderosa premura”.
Para la señorita Johnsy, de La última hoja de O. Henry, su destino está determinado por el jardín. Ha contado las hojas de una hiedra y, a medida que éstas caen, Johnsy hace la cuenta regresiva para el momento de su muerte. La hiedra es a la vez lo que la anima a vivir y lo que la invita a morir.
No hay médico que pueda salvarla de su inercia, pero sí un artista. La verdadera obra maestra no será la que represente la última hoja a punto de caer, es decir, el cuadro vivo de un jardín, sino la que logre devolverle el interés por el mundo.
En La Bella y la Bestia, escrito originalmente por la escritora francesa Gabrielle-Suzanne Barbot de Villeneuve, el príncipe espera, melancólico, a que caiga el último pétalo de la rosa para morir. Solo podrá salvarse si alguien logra amarlo siendo la Bestia. Bella se instala en su castillo, juega en sus jardines y parece devolverle la belleza al rosedal. Puede tomar la flor que ella quiera excepto la rosa de la Bestia. Como es de esperarse, la rosa prohibida es la única que Bella quiere. Solo al dar su vida por la doncella, la rosa deja de tener importancia para la Bestia.
La jardinera de Sarah Stewart empaca semillas en su equipaje y viaja del campo a la ciudad para ayudar a su tío panadero. Aprende a amasar el pan a cambio de enseñar el nombre en latín de las flores y siembra un jardín en tazas rotas, en latas de pan, en los maceteros de las ventanas. Sin embargo, lo que más le interesa es plantar en su tío una sonrisa.
La joven jardinera trabaja en silencio, constante, esperando el momento en que su jardín secreto estalle en colores. “Las lluvias de abril traen las flores de mayo”, le parece escuchar a su abuela. Llega el día en que el tío quiere sonreír, pero no recuerda cómo hacerlo. Así que prepara un ponqué y lo adorna con flores. “Ese ponqué equivale a mil sonrisas”, dice complacida la joven jardinera. Su trabajo está terminado. Regresa al jardín de su abuela, en el campo, pensando que “nosotros los jardineros nunca nos pensionamos”.
Escribe Cristian Alarcón en El tercer paraíso que “Imaginar un jardín es someterse a una nueva consciencia. Los pasos que daré serán condicionados por la tierra, el aire, la luz, el agua y el tiempo”. Se escribe tanto sobre el jardín porque es la metáfora de la vida. Todo nace, crece, muere y renace. Antes de que llegue ese momento puedes, como dijo Hiperión, “demorarse en su poderosa premura”.