‘Cien años de soledad’, Netflix y la televisión cultural
“Creo que lo que hay que hacer es apoderarse de la televisión, no despreciarla, y usarla como un instrumento de penetración cultural, eso es lo revolucionario”, dijo Gabriel García Márquez en una entrevista de 1984.
Como a muchos lectores, la posibilidad de ver Cien años de soledad convertida en serie me resultó una idea desatinada. La magia del libro está precisamente en la voz narrativa de su autor, en su talento para construir mundos inverosímiles y hacerlos pasar por cotidianos, y en su uso magistral del lenguaje. Reescribirlo en forma de guión sin tener al mismo García Márquez en la pluma me parecía imposible. A eso le sumaba un juicio tajante y tantas veces repetido: “jamás será igual a la novela, ¿para qué hacerlo?”.
Después de ver la serie sigo pensando lo mismo: “jamás será igual a la novela”, pero he encontrado una posible respuesta a “para qué hacerlo”. En esa entrevista que cité al principio, Gabo también dijo: “el mensaje cultural que puede llegar a través de la televisión es extraordinario”. Y, como en tantas otras cosas, tenía toda la razón. De ahí que su relación con la pantalla chica –como suele llamarla el cliché periodístico– hubiera sido tan cercana. No solo prestó sus textos para que los convirtieran en series, como en el caso de La mala hora, sino que lo hizo él mismo en Me alquilo para soñar. Incluso se arriesgó ante la misma crítica siendo el guionista de María, la novela de Jorge Isaacs.
Ahora bien, estamos hablando de finales de la década de los ochenta y principios de la del noventa, cuando la televisión colombiana seguía funcionando bajo un modelo público. Eso es algo que no hay que perder de vista. El 13 de junio de 1954, cuando Rojas Pinilla inauguró la televisión, se pusieron tres contenidos al aire: una alocución presidencial, un concierto de música clásica y una adaptación de El niño del pantano, cuento de Bernardo Romero Lozano.
Así nació una relación muy estrecha entre televisión y literatura. Los encargados de producir los primeros programas fueron literatos y dramaturgos –Seki Sano, Fausto Cabrera y el mismo Romero Lozano–, de ahí que las primeras ficciones de la pantalla colombiana hubieran sido adaptaciones del teatro de Ibsen, Strindberg y O’Neil. Más tarde, cuando se consolidó la misión cultural de la televisión estatal, Fernando Agudelo, el fundador de RTI, se arriesgó con adaptaciones de la literatura del boom latinoamericano: Gracias por el fuego, La tregua, Este domingo y La vorágine.
Más tarde, aparecieron las productoras privadas y el modelo de televisión colombiana se volvió híbrido, pero de esa herencia pública y cultural siguen saliendo, esporádicas y cada vez más comerciales, producciones como Cien años de soledad, que si bien no serán nunca iguales al libro, cumplen con ese sueño revolucionario del que hablaba García Márquez: ser instrumentos de penetración cultural.
“Creo que lo que hay que hacer es apoderarse de la televisión, no despreciarla, y usarla como un instrumento de penetración cultural, eso es lo revolucionario”, dijo Gabriel García Márquez en una entrevista de 1984.
Como a muchos lectores, la posibilidad de ver Cien años de soledad convertida en serie me resultó una idea desatinada. La magia del libro está precisamente en la voz narrativa de su autor, en su talento para construir mundos inverosímiles y hacerlos pasar por cotidianos, y en su uso magistral del lenguaje. Reescribirlo en forma de guión sin tener al mismo García Márquez en la pluma me parecía imposible. A eso le sumaba un juicio tajante y tantas veces repetido: “jamás será igual a la novela, ¿para qué hacerlo?”.
Después de ver la serie sigo pensando lo mismo: “jamás será igual a la novela”, pero he encontrado una posible respuesta a “para qué hacerlo”. En esa entrevista que cité al principio, Gabo también dijo: “el mensaje cultural que puede llegar a través de la televisión es extraordinario”. Y, como en tantas otras cosas, tenía toda la razón. De ahí que su relación con la pantalla chica –como suele llamarla el cliché periodístico– hubiera sido tan cercana. No solo prestó sus textos para que los convirtieran en series, como en el caso de La mala hora, sino que lo hizo él mismo en Me alquilo para soñar. Incluso se arriesgó ante la misma crítica siendo el guionista de María, la novela de Jorge Isaacs.
Ahora bien, estamos hablando de finales de la década de los ochenta y principios de la del noventa, cuando la televisión colombiana seguía funcionando bajo un modelo público. Eso es algo que no hay que perder de vista. El 13 de junio de 1954, cuando Rojas Pinilla inauguró la televisión, se pusieron tres contenidos al aire: una alocución presidencial, un concierto de música clásica y una adaptación de El niño del pantano, cuento de Bernardo Romero Lozano.
Así nació una relación muy estrecha entre televisión y literatura. Los encargados de producir los primeros programas fueron literatos y dramaturgos –Seki Sano, Fausto Cabrera y el mismo Romero Lozano–, de ahí que las primeras ficciones de la pantalla colombiana hubieran sido adaptaciones del teatro de Ibsen, Strindberg y O’Neil. Más tarde, cuando se consolidó la misión cultural de la televisión estatal, Fernando Agudelo, el fundador de RTI, se arriesgó con adaptaciones de la literatura del boom latinoamericano: Gracias por el fuego, La tregua, Este domingo y La vorágine.
Más tarde, aparecieron las productoras privadas y el modelo de televisión colombiana se volvió híbrido, pero de esa herencia pública y cultural siguen saliendo, esporádicas y cada vez más comerciales, producciones como Cien años de soledad, que si bien no serán nunca iguales al libro, cumplen con ese sueño revolucionario del que hablaba García Márquez: ser instrumentos de penetración cultural.