“Un día, yendo en un avión rumbo a, si no me equivoco, una feria literaria en Australia, comprendí que todas las historias eran episodios de la vida del arcángel Gabriel. No hubo más. No pretendía ofender ni insultar a nadie. Solo intentaba escribir una novela”, dice Salman Rushdie refiriéndose a Los versos satánicos, el libro que por poco le cuesta la vida.
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“Un día, yendo en un avión rumbo a, si no me equivoco, una feria literaria en Australia, comprendí que todas las historias eran episodios de la vida del arcángel Gabriel. No hubo más. No pretendía ofender ni insultar a nadie. Solo intentaba escribir una novela”, dice Salman Rushdie refiriéndose a Los versos satánicos, el libro que por poco le cuesta la vida.
Suena a lugar común, pero en este caso, es cierto. Un libro publicado en 1988 inspirado en episodios de su niñez y de la relación con su padre –la aldea en que creció, su religión y su vida como inmigrante sudasiático en Londres– terminó convirtiendo a Rushdie en enemigo declarado del Islam. Lo que él quiso ficcionar como trozos de Gibreel Farishta, personaje principal de la novela, fue interpretado como una blasfemia hacia Mahoma. Tanto así que el ayatolá Jomeini le impuso la fetua que, palabras más palabras menos, es un permiso eterno para que cualquier musulmán lo asesine.
Durante décadas, vivió protegido por el gobierno de Londres, escondiéndose y apartándose de espacios sociales tradicionales. No solo por proteger su vida, explica él mismo en Cuchillo, sino por proteger la de quienes estaban a su alrededor. Imagínense estar cenando con su familia y que, de repente, entre alguien a quién cualquier musulmán está obligado a matar…
Cuando todo parecía estar en el olvido, Rushdie fue atacado por un hombre que le clavó 15 puñaladas mientras estaba a punto de comenzar una conferencia en la Universidad de Chautauqua, en Nueva York. Hadi Matar, de 24 años, se levantó entre el público del auditorio y caminó hasta el escenario con una bolsa llena de cuchillos. Cuando estuvo al frente le clavó uno de ellos –el mismo todas las veces– en el abdomen, el muslo, el cuello, la cara y un ojo. “Recuerdo estar tendido en el suelo mirando el charco de sangre que manaba de mi cuerpo. —Cuánta sangre, pensé—. Y luego, —Me estoy muriendo—”, cuenta.
Para ir resumiendo la historia, Rushdie perdió ese ojo y estuvo recuperándose durante un año, lo cual es una proeza teniendo en cuenta que tiene 77 años y el atentado fue en el 2022. Son varios los detalles que me siguen pareciendo escalofriantes:
Primero, el hecho de que el ‘casi asesino’ llevara una bolsa completa de cuchillos, entrara a una universidad y caminara tranquilamente por el auditorio con ella. ¿Los había probado uno por uno?, ¿eran necesaria una bolsa completa?, ¿nadie lo requisó al entrar? Segundo, que, según los perfiles de los periódicos, Hadi Matar no creció en un familia islámica ortodoxa, creció en Estados Unidos bajo una religión occidental y se hizo musulmán siguiendo videos de profetas en internet. Y, tercero, que la interpretación subjetiva del arte, que siempre me había parecido una virtud, pueda llegar a lugares tan extremos como la fetua. Salman Rushdie escribió un libro queriendo hablar de sí mismo, pero el ayatolá entendió que hablaba de Mahoma y resolvió matarlo. ¿Qué pasa cuando la subjetividad creativa, en lugar de despertar identificaciones evocadas, se vuelve contra su autor y lo pone en peligro? ¿Cómo controlar que se es responsable del mensaje, pero no de lo que entiende el receptor? “El cuchillo sirve para untar mantequilla o para matar un hombre”, dice el mismo Rushdie. En este caso, ¿quién sería el cuchillo?, ¿el artista y su obra o el público?
En fin, lo que me quedan son preguntas. Salman Rushdie estará invitado al Hay Festival Cartagena 2025, espero escucharlo y, si estoy de suerte, hacerle algunas.