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Hace una semana, Sofía fue raptada, asesinada y posiblemente violada en el Valle del Cauca. Tenía 12 años. Dos días después, en Santander, Liyen Moncada fue baleada por su padrastro, a quien había denunciado por abuso sexual. Tenía 16 años. A los cuatro días, en Sogamoso, Karen Lorena Gómez fue apuñalada por el hombre que para entonces era su pareja. Tenía 29 años.
En esa dolorosa lista también se inscriben Valentina Babilonia, de María la Baja; Alexandra Santos, de Barrancabermeja; Derly Soto, de Rionegro, y Jessica Rivera, de Tibú. En promedio, cada dos días una mujer es víctima de feminicidio en Colombia. Ya son 671 casos en lo que va del año.
Agredir a una mujer por razones de género, es decir, por ser mujer, es un crimen normalizado desde hace siglos. Y cuando digo normalizado me refiero a que ha sido incorporado en nuestras dinámicas sociales desde diferentes narrativas: a Helena de Troya la raptaron como botín de guerra; a Medusa la violó Poseidón en el templo de Atenea y terminó siendo castigada por “permitírselo”; a Carmen, la de Bizet, la asesinaron a cuchilladas en un ataque de celos; y a Lolita, de Nabokov, la abusa su padrastro, aunque, claro, en el libro se plantea como la seducción de una perversa niña de 12 años a un hombre de 40.
En la cultura popular, abundan las historias de hermanos, tíos e incluso papás que agreden y abusan sexualmente a las mujeres de su familia. Se les enseña a ellas a “no dejarse”, en lugar de enseñarle a ellos a respetar límites. Café con aroma de mujer comienza con un intento de violación a Gaviota por parte de uno de los capataces de la finca; Mujer Celosa, un paseo vallenato de Esteban Montaño, dice: “las mujeres celosas siempre se tienen que maltratar para que se dejen de cosas y aprendan a respetar”; otro de Julio de la Ossa dice que “a las pelioneras, que les den puño molido y también su garrotera”.
Para mí la pregunta siempre ha sido la misma: ¿qué hacemos? Hablamos de consentimiento, creamos campañas de equidad, aprobamos leyes de protección, pero seguimos normalizando violencias en cada una de nuestras acciones diarias. Seguimos bailando al ritmo de canciones que promueven el maltrato a la mujer, consumiendo contenidos que tratan con ligereza temas como la pedofilia y la violación, absorbiendo lo que nos llega sin hacernos ninguna pregunta al respecto.
Una posible respuesta me llegó mientras cubría el concierto de La Coral de niñas del Valle y Cauca, en Cali. Eran 300 niñas, entre seis y 12 años, de diez municipios del Valle cantando “Yo soy mi nombre, yo soy mi cuerpo, yo soy mi vida, ¡y se me respeta!”. Un repertorio compuesto por Julián Rodríguez, músico y dramaturgo de la Fundación Arte y Parte, y trabajado por diez docentes de música, cada una en un municipio, en una zona rural, en un espacio de formación de derechos. Esas 300 niñas, guiadas por sus profesoras, ya entienden de equidad, de prevención y de vivir seguras y tranquilas. Esas mismas niñas, que estudian en sus casas las canciones que aprendieron en los ensayos, le están enseñando a sus familias a no callar, a respetar, a entender los límites de consentimiento.
Así se cambian imaginarios. Así se combate el machismo y se derriba el patriarcado. Así nos cuidamos las mujeres. Así prevenimos el feminicidio.