“El poder es la capacidad no solo de contar la historia del otro, sino de hacer que esa sea la historia definitiva”, dice la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie en su ensayo The danger of a single story. Cita también al poeta palestino Mourid Barghouti, quien sostuvo que para despojar a un pueblo solo es necesario contar su historia poniéndolo en segundo lugar. “Si comenzamos con las flechas de los pueblos nativos de Estados Unidos y no con la llegada de los ingleses, tendremos un relato totalmente diferente”, dice él. Si comenzamos con un abuso imperialista que marcó fronteras en donde antes no había, y no con América para los americanos, también tendremos una historia diferente, digo yo.
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Estados Unidos creó y difundió el famoso American Dream: un país perfecto, seguro, lleno de oportunidades, sin pobreza, con las mejores universidades y los trabajos mejor pagados. Un país blanco, hegemónico y poderoso que no necesita de nadie, y al que, por el contrario, necesitamos todos los demás. Un país que se cuenta a través de una historia única –como dice Chimamanda–, la convierte en definitiva y despoja latinos, inmigrantes, negros e indígenas de la historia original. Una historia en la que migrar es un delito y no un derecho.
Ahora bien, qué historia estamos dispuestos a creer: ¿Esa en la que debemos gratitud a Estados Unidos y aceptamos sus condiciones con la cabeza gacha? ¿O esa en la que, a través de actos políticamente simbólicos y socialmente humanitarios, le exigimos respeto y dignidad? ¿Esa en la que el presidente Gustavo Petro aceptó todas las condiciones y tuvo que retractarse al pelear contra Goliat? ¿O esa en la que recibir colombianos inocentes no es lo mismo que recibir criminales ilegales?
Todas las historias tienen dos lados, eso está claro. Pero el relato de la historia única solo viene orquestado por los poderosos y se difunde a través de sus propias maquinarias: el cine, la televisión, la cultura mainstream. Hollywood, la manipulación mediática, el adoctrinamiento en redes sociales. The danger of a single story resulta ahora tan vigente como cuando su autora aludía a esa Nigeria salvaje vendida por los gringos, y no a ese país pluricultural en el que ella creció. Pregunto de nuevo: ¿qué historia estamos dispuestos a creer? ¿La del poderoso que quiere despojar un pueblo o la del pueblo al que pertenecemos?