“Uno de bolsas plásticas trenzadas que pateaba a escondidas porque para las niñas estaban las muñecas”, me dijo una de las primeras jugadoras de fútbol en Colombia cuando le pregunté por su primer balón. Hablamos de historia reciente, de una mujer que aún no cumple 60 años. Hablamos, también, de un prejuicio muy viejo: “el fútbol es cosa de hombres”.
La historia de las futbolistas colombianas es un historia de terquedad. De enfrentamientos, desplantes, acosos, desigualdades, insultos. De decepcionar a una sociedad machista que suscribe feminidad a delicadeza en tacones, y de retar un status quo en el que la fuerza y las patadas no son dignas de una mujer.
Bajo esa lógica, las futbolistas ganan muchísimo menos que sus homólogos hombres: 200 a 1, para conocer la proporción exacta. Tienen procesos intermitentes en los que las concentraciones y entrenamientos ocurren pocos meses antes de los torneos. No cuentan con ligas profesionales de más de seis meses, son víctimas de acoso sexual por parte de sus entrenadores y de homofobia por parte de los presidentes de sus clubes.
Y aún así, ellas insisten. “Si el fútbol femenino no existe, nos lo inventamos”, me dijo una de las Superpoderosas alguna vez.
Y aún así, somos lo suficientemente ignorantes para juzgarlas: “no saben patear un penalti”, “son muy agrandadas”, “si de eso viven, deberían esforzarse más”, “parecen hombres”. La lista de comentarios desobligantes es larga. Una vez las jugadoras de la Selección Femenina Sub 20 quedaron eliminadas del mundial, caímos sobre ellas con todo el peso de nuestra penosa idiosincrasia. De nuestro machismo, de nuestro sesgo. Nos convertimos en esos matoneadores de colegio que se burlan del físico y de la forma de hablar. Que esconden los cuadernos y tiran proyectiles de papel babeado soplando a través del cuerpo vacío de un lapicero. Les reprochamos habernos privado de un título como si nos debieran algo. Mejor aún, como si hubiéramos hecho algo para merecerlo. Les exigimos triunfos mientras les hacíamos zancadilla.
“Aunque una Navidad le quité la cabeza a una muñeca para hacer veintiuna… ¿eso cuenta?”, remató la misma mujer de las bolsas plásticas trenzadas.