Procesos académicos versus resultados de aprendizaje: ¿un debilitamiento de la autonomía?
Desde su origen los procesos de aseguramiento de la calidad en Colombia se han basado en la autonomía universitaria, en tanto se fundamentan en la capacidad de las universidades de llevar a cabo procesos de autoevaluación permanente que contribuyan a mejorar los factores propios del modelo de calidad asociados al Proyecto Educativo Institucional, estudiantes, profesores, visibilidad nacional e internacional, investigación y creación artística, autorregulación, bienestar, gestión administrativa, infraestructura y recursos financieros.
Las universidades públicas pese a sus dificultades financieras han puesto toda su capacidad académica para avanzar en los procesos de calidad y fruto de ello más de la mitad del Sistema Universitario Estatal cuenta con acreditación de alta calidad.
Los procesos de acreditación deben estar necesariamente articulados a los procesos de renovación de registros de los programas académicos. Sin embargo, el ordenamiento normativo no está completamente armonizado para ello. Por ejemplo, es fundamental que las condiciones de calidad de las instituciones se consideren sin restricciones y posibiliten la renovación de registros académicos y su oferta sin nuevas exigencias o procesos que desgastan y no contribuyen con la calidad.
Las universidades teníamos la gran expectativa de que la reglamentación pertinente a la evaluación de las condiciones de calidad de programas académicos, establecidas en el Decreto 1075 de 2015, tuvieran en cuenta los contextos particulares de las instituciones y potenciaran los ejercicios de autorregulación. Sin embargo, los análisis que hemos realizado con especialistas del Sistema de Formación Avanza de nuestra Universidad apuntan a lo contrario.
Sorprende que la Resolución 021795 del 19 de noviembre 2020 lejos de fortalecer la autonomía universitaria puede caer en la homogenización de los procesos formativos, aumentar las necesidades de financiación y restringir la autoevaluación.
También sorprende que en la resolución se haga énfasis en el cumplimiento de indicadores cuantitativos que refieren a resultados y productos y no al análisis de las condiciones y procesos de la formación, de acuerdo con la naturaleza y especificidad de las instituciones.
De hecho, la normatividad vigente al referir las evidencias, como hace en algunos puntos, a la relación, por ejemplo, de la proporción de cantidad entre profesores y horas o la determinación de la relación de enseñanza y aprendizaje que debe dar cuenta de un producto, convierte el ejercicio de la evidencia en una ecuación matemática referida al resultado, lo que tiene por efecto desligar el ejercicio educativo del reconocimiento, como lo enuncia la Ley 30, de las particularidades de las formas culturales y, por supuesto, de las condiciones específicas de las comunidades y los sujetos.
Dicho ejercicio, que insiste en la particular mirada a los indicadores cuantitativos, reduce el análisis a una regulación mecánica y prescriptiva que no redunda en el mejoramiento de la calidad de la educación.
En tal sentido, nos cuestiona el lugar que ocupan los procesos de autoevaluación en el marco de esta resolución, por cuanto se desconoce la posibilidad de valorar y analizar los procesos misionales en función de un proyecto educativo y desde allí emprender procesos de autorregulación y mejora continua.
En su lugar, desde el articulado se reemplaza un proceso de reflexión y análisis complejo por uno de medición, que de entrada ha prescrito en una sola dirección las evidencias que se deben entregar como parte de un proceso probatorio. En otras palabras, pareciera que la renovación de los registros queda supeditada a las proyecciones (siete años) para cada condición y no al producto de unos logros alcanzados y valorados en los procesos de autoevaluación que se adelantan.
Uno de los mayores riesgos de estas evidencias que buscan validar la calidad de los programas para otorgar las renovaciones de sus registros calificados a partir de proyecciones financieras, construidas en tiempos de incertidumbre económica y social, que desconocen las realidades de desfinanciamiento de las universidades públicas.
El concepto de resultados de aprendizaje, como algo previsible, implica pensar en un estándar de sujetos, cuando ello es imposible en cualquier Universidad del mundo. Ello se comprende si se observa que universidades “de talla mundial”, si bien se proponen la construcción del conocimiento y generación de investigación, no se puede sostener que todos sus estudiantes sean investigadores o científicos y que incluso todos tengan las capacidades o habilidades para serlo.
De esta manera, si los resultados de aprendizaje se midieran por obtener la comprobación de las habilidades de los productos esperados, ninguna Universidad podría garantizarlos, pues los procesos de aprendizaje no solo dependen de lo que haga la institución, sino de los procesos de los sujetos, de sus intereses y de sus contextos sociales, culturales y económicos en un espacio y temporalidad particular. Quizás podemos tener efectos de los procesos de formación que se pueden analizar y comprender, pero no anticipar, en cuyo caso se pueden tener en cuenta para mejorar los procesos.
Instamos al Ministerio de Educación Nacional a que se consideren como evidencias las acciones mediante las cuales las universidades pueden dar cuenta de las estrategias de autosostenimiento, orientadas a garantizar la permanencia de los estudiantes durante la vigencia de sus registros calificados y muy particularmente en tiempos de pandemia y pospandemia, con el análisis del impacto académico y financiero que esto representa.
Desde su origen los procesos de aseguramiento de la calidad en Colombia se han basado en la autonomía universitaria, en tanto se fundamentan en la capacidad de las universidades de llevar a cabo procesos de autoevaluación permanente que contribuyan a mejorar los factores propios del modelo de calidad asociados al Proyecto Educativo Institucional, estudiantes, profesores, visibilidad nacional e internacional, investigación y creación artística, autorregulación, bienestar, gestión administrativa, infraestructura y recursos financieros.
Las universidades públicas pese a sus dificultades financieras han puesto toda su capacidad académica para avanzar en los procesos de calidad y fruto de ello más de la mitad del Sistema Universitario Estatal cuenta con acreditación de alta calidad.
Los procesos de acreditación deben estar necesariamente articulados a los procesos de renovación de registros de los programas académicos. Sin embargo, el ordenamiento normativo no está completamente armonizado para ello. Por ejemplo, es fundamental que las condiciones de calidad de las instituciones se consideren sin restricciones y posibiliten la renovación de registros académicos y su oferta sin nuevas exigencias o procesos que desgastan y no contribuyen con la calidad.
Las universidades teníamos la gran expectativa de que la reglamentación pertinente a la evaluación de las condiciones de calidad de programas académicos, establecidas en el Decreto 1075 de 2015, tuvieran en cuenta los contextos particulares de las instituciones y potenciaran los ejercicios de autorregulación. Sin embargo, los análisis que hemos realizado con especialistas del Sistema de Formación Avanza de nuestra Universidad apuntan a lo contrario.
Sorprende que la Resolución 021795 del 19 de noviembre 2020 lejos de fortalecer la autonomía universitaria puede caer en la homogenización de los procesos formativos, aumentar las necesidades de financiación y restringir la autoevaluación.
También sorprende que en la resolución se haga énfasis en el cumplimiento de indicadores cuantitativos que refieren a resultados y productos y no al análisis de las condiciones y procesos de la formación, de acuerdo con la naturaleza y especificidad de las instituciones.
De hecho, la normatividad vigente al referir las evidencias, como hace en algunos puntos, a la relación, por ejemplo, de la proporción de cantidad entre profesores y horas o la determinación de la relación de enseñanza y aprendizaje que debe dar cuenta de un producto, convierte el ejercicio de la evidencia en una ecuación matemática referida al resultado, lo que tiene por efecto desligar el ejercicio educativo del reconocimiento, como lo enuncia la Ley 30, de las particularidades de las formas culturales y, por supuesto, de las condiciones específicas de las comunidades y los sujetos.
Dicho ejercicio, que insiste en la particular mirada a los indicadores cuantitativos, reduce el análisis a una regulación mecánica y prescriptiva que no redunda en el mejoramiento de la calidad de la educación.
En tal sentido, nos cuestiona el lugar que ocupan los procesos de autoevaluación en el marco de esta resolución, por cuanto se desconoce la posibilidad de valorar y analizar los procesos misionales en función de un proyecto educativo y desde allí emprender procesos de autorregulación y mejora continua.
En su lugar, desde el articulado se reemplaza un proceso de reflexión y análisis complejo por uno de medición, que de entrada ha prescrito en una sola dirección las evidencias que se deben entregar como parte de un proceso probatorio. En otras palabras, pareciera que la renovación de los registros queda supeditada a las proyecciones (siete años) para cada condición y no al producto de unos logros alcanzados y valorados en los procesos de autoevaluación que se adelantan.
Uno de los mayores riesgos de estas evidencias que buscan validar la calidad de los programas para otorgar las renovaciones de sus registros calificados a partir de proyecciones financieras, construidas en tiempos de incertidumbre económica y social, que desconocen las realidades de desfinanciamiento de las universidades públicas.
El concepto de resultados de aprendizaje, como algo previsible, implica pensar en un estándar de sujetos, cuando ello es imposible en cualquier Universidad del mundo. Ello se comprende si se observa que universidades “de talla mundial”, si bien se proponen la construcción del conocimiento y generación de investigación, no se puede sostener que todos sus estudiantes sean investigadores o científicos y que incluso todos tengan las capacidades o habilidades para serlo.
De esta manera, si los resultados de aprendizaje se midieran por obtener la comprobación de las habilidades de los productos esperados, ninguna Universidad podría garantizarlos, pues los procesos de aprendizaje no solo dependen de lo que haga la institución, sino de los procesos de los sujetos, de sus intereses y de sus contextos sociales, culturales y económicos en un espacio y temporalidad particular. Quizás podemos tener efectos de los procesos de formación que se pueden analizar y comprender, pero no anticipar, en cuyo caso se pueden tener en cuenta para mejorar los procesos.
Instamos al Ministerio de Educación Nacional a que se consideren como evidencias las acciones mediante las cuales las universidades pueden dar cuenta de las estrategias de autosostenimiento, orientadas a garantizar la permanencia de los estudiantes durante la vigencia de sus registros calificados y muy particularmente en tiempos de pandemia y pospandemia, con el análisis del impacto académico y financiero que esto representa.