El nuevo rostro de Colombia
Leopoldo Villar Borda
En las diarias escaramuzas que el Gobierno y la oposición libran en distintos escenarios, así como en los ataques que se cruzan los dos bandos en los medios de comunicación y las redes sociales, se suele soslayar un fenómeno de fondo que se ha producido en el territorio nacional sin que los mismos protagonistas lo registren. Se trata de la desaparición del país que gobernaron durante dos siglos las élites herederas de la Colonia y su reemplazo por la nación del ciudadano común y corriente surgida con el ascenso de las clases medias y bajas de nuestra sociedad.
El triunfo de Gustavo Petro no fue solo una hazaña individual y un logro del movimiento que encabezó, sino también la manifestación más clara de ese fenómeno, equivalente a un movimiento tectónico de las capas que conforman la nación. Este es un fenómeno fácil de comprobar a primera vista con el simple ejercicio de contemplar el paisaje humano en cualquiera de nuestros pueblos o ciudades. Así como la bicicleta y la motocicleta reemplazaron a los vehículos de tracción animal y las bestias de carga de la Colombia semipastoril del siglo pasado, los jeans, los zapatos tenis y la indumentaria informal cambiaron el modo de vestir de la población, y los sitios de recreo que antes eran exclusivos ahora son inundados por verdaderas multitudes.
Estas manifestaciones exteriores reflejan una transformación más profunda que la que se podía esperar en un país donde nunca fueron fáciles los cambios en las costumbres y en el orden social. Es una transformación comparable a las que provocaron las guerras mundiales en Europa y Asia, donde cayeron imperios y desaparecieron sociedades asentadas en el pasado durante siglos. El mejor ejemplo es el del Imperio Británico, donde las clases altas encabezadas por la realeza, que se consideraban a sí mismas como el símbolo más representativo del carácter británico, dieron paso a las clases medias y bajas y dejaron de ser las únicas que producían estadistas y diplomáticos, promovían las artes y las ciencias, preservaban los conceptos de justicia y honor y habían creado la imagen emblemática del caballero inglés, el English Gentleman, como su producto más preciado. Esa transformación fue descrita en 1945 por el escritor Evelyn Waugh, nostálgico del viejo orden, en un texto de acento lastimero: “La experiencia de un inglés de edad mediana ha sido la de haber nacido en uno de los países más lindos del mundo y verlo convertirse año tras año en uno de los más feos. Las bombas alemanas solo agregaron un daño despreciable a la suma de nuestra propia destructividad. Se puede argumentar que el proceso completo es rastreable en la decadencia del dominio aristocrático”.
En el caso colombiano, el cataclismo de la guerra interna que ha dejado nueve millones de víctimas y aún no termina alteró el orden social en un grado superior a cualquier cálculo. Aquí la desplazada no fue la aristocracia que nunca tuvimos sino la élite criolla que sucedió a los colonizadores españoles y mantuvo su posición de privilegio en la cúspide de una pirámide que no podía durar para siempre.
Muchos colombianos no han apreciado todavía la magnitud de la catástrofe que vivimos desde los años cuarenta del siglo pasado. Así lo refleja la polémica suscitada en las últimas semanas sobre el trabajo de la JEP y el tiempo de su duración. El presidente de la Jurisdicción, Roberto Vidal, ha mostrado que ella está cumpliendo adecuadamente sus funciones y ha producido resultados importantes como el reconocimiento de muchos delitos por parte de sus perpetradores. También ha dicho que la JEP cumplirá su mandato en el plazo que se le asignó, aunque este es muy corto si se tiene en cuenta la enormidad de lo que le corresponde investigar. Nada menos que cincuenta años de conflicto que sembraron muerte y destrucción en todo el país y transformaron su rostro para siempre.
En las diarias escaramuzas que el Gobierno y la oposición libran en distintos escenarios, así como en los ataques que se cruzan los dos bandos en los medios de comunicación y las redes sociales, se suele soslayar un fenómeno de fondo que se ha producido en el territorio nacional sin que los mismos protagonistas lo registren. Se trata de la desaparición del país que gobernaron durante dos siglos las élites herederas de la Colonia y su reemplazo por la nación del ciudadano común y corriente surgida con el ascenso de las clases medias y bajas de nuestra sociedad.
El triunfo de Gustavo Petro no fue solo una hazaña individual y un logro del movimiento que encabezó, sino también la manifestación más clara de ese fenómeno, equivalente a un movimiento tectónico de las capas que conforman la nación. Este es un fenómeno fácil de comprobar a primera vista con el simple ejercicio de contemplar el paisaje humano en cualquiera de nuestros pueblos o ciudades. Así como la bicicleta y la motocicleta reemplazaron a los vehículos de tracción animal y las bestias de carga de la Colombia semipastoril del siglo pasado, los jeans, los zapatos tenis y la indumentaria informal cambiaron el modo de vestir de la población, y los sitios de recreo que antes eran exclusivos ahora son inundados por verdaderas multitudes.
Estas manifestaciones exteriores reflejan una transformación más profunda que la que se podía esperar en un país donde nunca fueron fáciles los cambios en las costumbres y en el orden social. Es una transformación comparable a las que provocaron las guerras mundiales en Europa y Asia, donde cayeron imperios y desaparecieron sociedades asentadas en el pasado durante siglos. El mejor ejemplo es el del Imperio Británico, donde las clases altas encabezadas por la realeza, que se consideraban a sí mismas como el símbolo más representativo del carácter británico, dieron paso a las clases medias y bajas y dejaron de ser las únicas que producían estadistas y diplomáticos, promovían las artes y las ciencias, preservaban los conceptos de justicia y honor y habían creado la imagen emblemática del caballero inglés, el English Gentleman, como su producto más preciado. Esa transformación fue descrita en 1945 por el escritor Evelyn Waugh, nostálgico del viejo orden, en un texto de acento lastimero: “La experiencia de un inglés de edad mediana ha sido la de haber nacido en uno de los países más lindos del mundo y verlo convertirse año tras año en uno de los más feos. Las bombas alemanas solo agregaron un daño despreciable a la suma de nuestra propia destructividad. Se puede argumentar que el proceso completo es rastreable en la decadencia del dominio aristocrático”.
En el caso colombiano, el cataclismo de la guerra interna que ha dejado nueve millones de víctimas y aún no termina alteró el orden social en un grado superior a cualquier cálculo. Aquí la desplazada no fue la aristocracia que nunca tuvimos sino la élite criolla que sucedió a los colonizadores españoles y mantuvo su posición de privilegio en la cúspide de una pirámide que no podía durar para siempre.
Muchos colombianos no han apreciado todavía la magnitud de la catástrofe que vivimos desde los años cuarenta del siglo pasado. Así lo refleja la polémica suscitada en las últimas semanas sobre el trabajo de la JEP y el tiempo de su duración. El presidente de la Jurisdicción, Roberto Vidal, ha mostrado que ella está cumpliendo adecuadamente sus funciones y ha producido resultados importantes como el reconocimiento de muchos delitos por parte de sus perpetradores. También ha dicho que la JEP cumplirá su mandato en el plazo que se le asignó, aunque este es muy corto si se tiene en cuenta la enormidad de lo que le corresponde investigar. Nada menos que cincuenta años de conflicto que sembraron muerte y destrucción en todo el país y transformaron su rostro para siempre.