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Hace más de 30 años que la política peruana va cuesta abajo, en un proceso de deterioro que parece tocar fondo cada cierto tiempo, pero no da muestras de detenerse. Desde el Fujimorazo de 1992, la dictadura que inauguró y el final tragicómico del presidente Alberto Fujimori, fugitivo en el Japón, 11 mandatarios desfilaron por el Palacio de Pizarro, siete de los cuales cayeron en desgracia y han sido acusados por delitos de lesa humanidad y corrupción. Dina Boluarte, la abogada que sustituyó a Pedro Castillo hace tres meses, no está ejerciendo un gobierno efectivo sobre el país porque una buena parte del territorio —el Perú profundo de la Sierra, el indígena aimara y quechua, primo hermano de los aimaras y quechuas de Bolivia— está en franca rebelión.
Con una población aproximada de seis millones (18 % del total del país), los indígenas peruanos no tienen el peso relativo de sus congéneres en Bolivia, que suman un número semejante, pero representan más de la mitad del total. Como los demás pobladores originarios americanos, fueron sometidos por los conquistadores, sufrieron el yugo de la Colonia y la Independencia no los libró de la opresión. Pero en los años recientes abrieron los ojos para mirarse en el espejo de Bolivia, donde sus primos hermanos ganaron el gobierno hace dos décadas y, contra la resistencia de la minoría blanca que los dominó por siglos, transformaron a su país en una democracia vibrante.
El contraste entre el Perú y Bolivia ilustra las paradojas de la historia latinoamericana. Así como unos países de la región cayeron bajo las dictaduras militares mientras otros establecían gobiernos civilistas, las poblaciones indígenas corrieron en ellos con distinta suerte. Este fenómeno es muy notorio en el caso de los peruanos y bolivianos, que antes de la Conquista formaban una sola nación bajo el Imperio incaico —que incluía también territorios de las actuales repúblicas de Ecuador, Chile y Argentina— y tras la Independencia se dividieron al fundarse Bolivia como un país separado en el antiguo Alto Perú. Quechuas y aimaras son uno solo en esa parte de Suramérica, pero sus destinos han sido muy distintos en cada lado de la línea que separa a Bolivia y el Perú. Mientras en la primera lograron organizarse políticamente y llegar al poder, en el Perú siguen marginados.
La llegada de Pedro Castillo a la Presidencia en 2021 empoderó a la población indígena y campesina concentrada en el sur del país y explotada durante dos siglos por la oligarquía de Lima, una de las más tradicionales y poderosas del continente. La encopetada clique de las 44 familias que emularon a la vieja nobleza colonial y amasaron grandes fortunas en las plantaciones azucareras y algodoneras, para controlar después el comercio y el crédito y acceder al poder político, ya no es tan fuerte como hace 50 o 100 años, pero conserva considerable influencia. Parte de su poder económico se deriva del despojo sufrido por muchas de las comunidades indígenas que durante la Colonia disfrutaban de la protección de la Corona española a cambio de pagarle un tributo y perdieron esa protección al llegar la república, que en una de sus etapas fue llamada “república aristocrática”.
La discriminación de los indígenas sigue siendo una realidad en el Perú, más que en otros países de la región. Esto ha dado lugar a levantamientos, luchas y movimientos revolucionarios, incluyendo el que lideró el general Juan Velasco Alvarado en 1968, sin que nada de ello sirviera para democratizar la sociedad. Por esto, la perspectiva de ganar poder político a semejanza del que sus pares lograron en Bolivia es una motivación central del movimiento rebelde generado en Cuzco, Arequipa, Puno y demás poblaciones del sur peruano por la destitución de Castillo. No es una simple protesta ni un brote pasajero, sino un hito que está cambiando la historia del Perú.