Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Tarde o temprano, Donald Trump iba a topar con la ley. Los jueces pusieron el primer freno a su campaña contra todas las entidades y personas que no se ajustan a su caprichosa visión de la realidad. En manos de los magistrados está la suerte de muchas de sus arbitrarias órdenes ejecutivas. Y como si esto fuera poco, también se atravesaron en su camino varios de los bufetes de abogados más poderosos de Estados Unidos, algunos de los cuales trabajaron para él en alguna oportunidad.
Una de las órdenes firmadas por Trump castigaba a los abogados de una de esas firmas con la prohibición de ingresar a los edificios federales, asistir a reuniones con funcionarios gubernamentales y contratar con entidades públicas. La firma demandó la decisión ante un juez y este bloqueó la orden presidencial.
Con esta y otras decisiones judiciales que han suspendido los efectos de varias medidas adoptadas por Trump en el comienzo de su segundo mandato en la Casa Blanca, se confirma el peso que tiene la ley en la sociedad estadounidense y el poder que encarna un juez en la tradición anglosajona, de la cual Estados Unidos es heredero, como otras antiguas colonias del Reino Unido.
Aunque al independizarse de la corona británica las colonias norteamericanas adoptaron una constitución, siguieron aplicando el common law o derecho común basado en la jurisprudencia y no en las normas escritas. Los sistemas judiciales británico y estadounidense funcionan de manera parecida, pero el desarrollo del segundo se apartó de la tradición británica al sustentarse en la Constitución y las leyes aprobadas por el Congreso.
No sorprende que abogados y jueces hayan sido los primeros en reaccionar contra las abusivas arremetidas de Trump. Tampoco sorprende que ya se hayan producido grandes manifestaciones de protesta en varias ciudades estadounidenses. Es la lógica reacción de las grandes capas de la población afectadas por las absurdas disposiciones del magnate que viene actuando como si fuera un rey.
Por lo menos la mitad de la población estadounidense tiene que estar en desacuerdo con la avalancha de medidas abusivas adoptadas hasta ahora, a juzgar por el resultado de las elecciones del año pasado. El peculiar sistema electoral estadounidense le permitió al candidato republicano obtener una mayoría aplastante en el colegio electoral, pero este resultado no reflejó el volumen real de la votación que los ciudadanos depositaron por cada uno de los candidatos.
El triunfo de Trump revivió la polémica planteada hace ya varios años en los medios políticos, académicos y generadores de opinión sobre la conveniencia de modificar el sistema electoral por el cual no son los ciudadanos quienes eligen al presidente y el vicepresidente sino unos compromisarios elegidos por los votantes de cada estado. Por la diferencia entre la votación popular y la del colegio electoral, un candidato puede perder la elección, aunque haya ganado en la votación popular. Esto ocurrió en las elecciones de 1824, 1876, 1888, 2000 y 2016. Las dos últimas, como es bien sabido, fueron perdidas por los demócratas Al Gore y Hillary Clinton, aunque ambos recibieron la mayoría de los votos populares.
La propuesta de modificar el sistema del colegio electoral no parece tener futuro y, en todo caso, si tomara fuerza y se convirtiera en una iniciativa legislativa tardaría mucho tiempo en volverse realidad porque tendría que ser sometida al voto calificado de todas las legislaturas de los estados de la Unión. Por ahora, lo único que se puede esperar es que las acciones de Trump sigan despertando la respuesta adversa de la opinión pública y en virtud de esto sean revertidas, modificadas o eliminadas, como lo han sido las que hasta ahora fueron puestas a consideración de los jueces.

Por Leopoldo Villar Borda
