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Las votaciones parlamentarias que atornillaron en su cargo al ministro de Defensa, Diego Molano, no pueden ser reclamadas por el gobierno de Iván Duque como la vindicación de su errática política de seguridad, si puede llamarse así la forma torpe y arbitraria en que ha enfrentado el estallido social.
Fue una victoria pírrica el predecible desenlace de las mociones de censura en las que el uribismo, los conservadores, los partidos cristianos, el Partido de la U, Cambio Radical y unos liberales vergonzantes le salvaron el pellejo a Molano. Esta clase de triunfos conducirá al gobierno de Duque a un punto como el que hizo exclamar a Pirro, el rey de Epiro, tras una victoria en la que perdió más que el enemigo, que con otro ‘éxito’ semejante volvería solo a casa.
Las fuerzas que se enfrentaron en Senado y Cámara son el reflejo del país que no ha podido convertir en realidad las aspiraciones democráticas plasmadas en la Constitución de 1991, que debió marcar el comienzo de una nueva etapa en la vida colombiana. De un lado, los partidos anquilosados que impiden materializar esas aspiraciones y, del otro, los progresistas que irrumpieron en la arena política en las últimas décadas, como la Alianza Verde, los de izquierda y unos sectores de los viejos partidos que no responden a las consignas anacrónicas de la derecha dominante.
No es motivo de sorpresa que esa confrontación entre los partidarios del cambio y los defensores del statu quo se haya dirimido en el Capitolio en favor de estos últimos, como ha ocurrido casi siempre en Colombia, a diferencia del resto de la América Latina. Pero esta vez las cosas ocurren en un contexto diferente porque hay una opinión despierta, empoderada y vigilante que no está dispuesta a renunciar al sueño que nació en 1991 y no les profesa respeto a los políticos que han convertido al Congreso en la institución más desprestigiada del país.
Por otro lado, hoy existe un entorno internacional que mira con atención lo que ocurre aquí y conoce la situación colombiana mejor que el gobierno nacional. En Washington, Londres o París no se engañan sobre la desconfianza del pueblo en el Estado colombiano, la falta de visión y la incapacidad del gobierno para resolver la crisis actual y, con mayor razón, para dar al país una dirección correcta y saldar la deuda histórica con las poblaciones marginadas y perseguidas.
El episodio de las fallidas mociones de censura al ministro de Defensa es un accidente menor en un cuadro de desgobierno, corrupción y desorden que no tiene visos de mejorar si no se produce una rectificación fundamental en el manejo abusivo y excluyente que las élites políticas y económicas le han dado al país desde hace mucho tiempo. La naturaleza y alcance de esa rectificación han sido planteados, detallados y estudiados hasta la saciedad por investigadores, politólogos, científicos sociales y otros expertos y analistas cuyas ideas no han hallado eco en el ámbito de quienes manejan los hilos del poder y solo trabajan en favor de sus intereses.
El gobierno optó por el camino fácil de atribuir la crisis al narcotráfico, el terrorismo y las bandas armadas que no ha podido controlar, como si estos fenómenos, así como la desigualdad, la pobreza y la injusticia, no fueran el resultado de la acción inepta de los gobernantes que descuadernaron el país. También culpa a la pandemia, que desnudó todas esas lacras. Pero en esto tampoco se engañan los ciudadanos que abrieron los ojos a la realidad ni el mundo que mira espantado la barbarie de las masacres, la furia desatada de los excluidos y la brutalidad de la represión. Es triste admitir que la solución no va a salir de las caducas instituciones nacionales sino, posiblemente, de la acción de la comunidad internacional, que en un planeta cada día más interdependiente puede ayudar a que Colombia cambie el rumbo.