Cuando empezó la oleada migratoria irregular colombiana hacia Miami, en los años 60, muchos contemporáneos míos de mi pueblo alzaron vuelo. La travesía clásica por entonces era por Las Bahamas: allí se sumaban a un grupo de temerarios y, en una lancha pirata, envolvían sus cuerpos en plástico, como momias –para que los documentos y la plata no se les mojaran–, y zarpaban hacia las costas de la Florida para llegar de noche. Llevaban una muda de ropa envuelta en plástico, y hacían el viaje calladitos y rezando para que los guardacostas americanos no los detectaran. Cuando llegaban, completaban el kilómetro final nadando. Un amigo mío se enamoró de un edificio de Miami Beach que logró ver desde sus ojos rojos, mientras cumplía sus brazadas finales –esa vez conoció el mar–, y unos años después, ya organizado, compró un apartamento en él. El American Dream, que llaman.
Lo divino y lo humano
Hasta en Miami
22 de julio de 2024 - 05:05 a. m.