Muy prendado de su oratoria, que le ha sido elogiada, el presidente Gustavo Petro se excusa ante el presidente de la Corte Suprema por no haber asistido en Quibdó a la posesión de la nueva Defensora del Pueblo, donde iba a pronunciar un buen discurso, que él mismo acredita por anticipado. No entiendo bien el intríngulis, pero sé que el magistrado y presidente, Gerson Chaverra, se perdió, y nos perdimos todos, aquel discurso, que finalmente improvisó en Nuquí (Chocó), donde se llevó a cabo la posesión de doña Iris Marín como la nueva Defensora del Pueblo. Vaya enredo protocolario.
Acostumbrado a mezclar asuntos con sentimientos, le dice a Chaverra, presidente de la Corte, de raza negra, lo que pretendía enaltecer qué tan afectado se hallaba ese día que le habría sido imposible tomar el vuelo oratorio que le es propio en tales ocasiones. Por ahí nos enteramos de que el magistrado Chaverra es el primer presidente de la Corte originario del Chocó y que la hijita del presidente, cuyo sentimiento de amor paterno nos había transmitido a todos los colombianos, había partido del país por causa de un bullying escolar.
No es mi intención referirme a la condición de raza del presidente de la Corte, que no debería ser relevante en un país democrático, ni tampoco a la injusta situación en que la insensatez escolar llega a colocar a envidiados hijos de altos funcionarios. De todo eso se ha hablado por personas autorizadas. No, parece mentira. Solo pretendo decir dos palabras sobre el amor que le profesa el mandatario revolucionario, más que a su obra, que por ahí avanza, a sus calidades de orador público y parlamentario, comparable, quizás, a perorantes históricos.
Épocas hubo de grandes oradores. El mérito político se conquistaba, en unos tiempos como inspirados poetas o versificadores (Marroquín, el mismo Núñez) y en otros o en los mismos, como discursantes de altas cumbres del decir, como Monseñor Carrasquilla en la oratoria sagrada o Jorge Eliécer Gaitán en la popular. Se dice que Olaya hablaba muy bien; Alzate (para mí su voz era muy delgada, como la de Franco); Laureano (mientras le duró su voz primigenia, antes del atentado en Cámaras); Chávez, el venezolano, quiso imitar a Gaitán, aunque el estilo de estos últimos “palabreros” ha optado por quedarse horas enteras e inútiles frente a los micrófonos y pantallas, por ejemplo en “Aló, presidente”.
Abrí la nota con alusión a los cantantes de fama, a algunos de quienes se han referido sus fans con el apodo de “La Voz”. Así se distinguió a Frank Sinatra, por ejemplo, a Héctor Lavoe y a otros. De parecida manera, el actual presidente de Colombia salta de su apego a las redes sociales a sus discursos, que bien improvisa sin titubeos, y a veces con fatales errores de oportunidad. Es, por supuesto, la voz cantante del gobierno.
Muy prendado de su oratoria, que le ha sido elogiada, el presidente Gustavo Petro se excusa ante el presidente de la Corte Suprema por no haber asistido en Quibdó a la posesión de la nueva Defensora del Pueblo, donde iba a pronunciar un buen discurso, que él mismo acredita por anticipado. No entiendo bien el intríngulis, pero sé que el magistrado y presidente, Gerson Chaverra, se perdió, y nos perdimos todos, aquel discurso, que finalmente improvisó en Nuquí (Chocó), donde se llevó a cabo la posesión de doña Iris Marín como la nueva Defensora del Pueblo. Vaya enredo protocolario.
Acostumbrado a mezclar asuntos con sentimientos, le dice a Chaverra, presidente de la Corte, de raza negra, lo que pretendía enaltecer qué tan afectado se hallaba ese día que le habría sido imposible tomar el vuelo oratorio que le es propio en tales ocasiones. Por ahí nos enteramos de que el magistrado Chaverra es el primer presidente de la Corte originario del Chocó y que la hijita del presidente, cuyo sentimiento de amor paterno nos había transmitido a todos los colombianos, había partido del país por causa de un bullying escolar.
No es mi intención referirme a la condición de raza del presidente de la Corte, que no debería ser relevante en un país democrático, ni tampoco a la injusta situación en que la insensatez escolar llega a colocar a envidiados hijos de altos funcionarios. De todo eso se ha hablado por personas autorizadas. No, parece mentira. Solo pretendo decir dos palabras sobre el amor que le profesa el mandatario revolucionario, más que a su obra, que por ahí avanza, a sus calidades de orador público y parlamentario, comparable, quizás, a perorantes históricos.
Épocas hubo de grandes oradores. El mérito político se conquistaba, en unos tiempos como inspirados poetas o versificadores (Marroquín, el mismo Núñez) y en otros o en los mismos, como discursantes de altas cumbres del decir, como Monseñor Carrasquilla en la oratoria sagrada o Jorge Eliécer Gaitán en la popular. Se dice que Olaya hablaba muy bien; Alzate (para mí su voz era muy delgada, como la de Franco); Laureano (mientras le duró su voz primigenia, antes del atentado en Cámaras); Chávez, el venezolano, quiso imitar a Gaitán, aunque el estilo de estos últimos “palabreros” ha optado por quedarse horas enteras e inútiles frente a los micrófonos y pantallas, por ejemplo en “Aló, presidente”.
Abrí la nota con alusión a los cantantes de fama, a algunos de quienes se han referido sus fans con el apodo de “La Voz”. Así se distinguió a Frank Sinatra, por ejemplo, a Héctor Lavoe y a otros. De parecida manera, el actual presidente de Colombia salta de su apego a las redes sociales a sus discursos, que bien improvisa sin titubeos, y a veces con fatales errores de oportunidad. Es, por supuesto, la voz cantante del gobierno.