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Les hablo desde el Medellín “de mi tiempo”. Está aún con ustedes un hombre de bastante más de ochenta años. Habla de lo que él llama sus recuerdos de insomnio. Buen título que desde ya adopta para cuando comience a escribir sus memorias.
Bien, empecemos. Eran algo así como las cinco y media de la tarde de un día todavía caluroso. Yo andaba de pantalón corto, las rodillas medio peladas y grises; mi papá aún no regresaba de la editorial Granamérica en su viejo cacharro Buick 39. Subiría a Buenos Aires, el barrio (carrera 39, No. 49-12) vestido de paño café y sombrero de fieltro, no importa que hubiera pasado la tarde en mangas de camisa, bregando con los linotipos y la armadura de máquinas que le habían llegado de Alemania, con instrucciones en alemán.
Mi madre en lo suyo, todo era común y corriente, como que el seminario de muchachos de sotana y banda azul, despeinados y sucios, hubiera bajado retozando de la finca Miraflores de jugar al fútbol; el Santísimo Sacramento ya habría cruzado con la campanilla del acólito por la ventana del Chrysler 38, propiedad de la catedral. Si el venerado paso nos pillaba en la calle, seguro habríamos hincado las rodillas sobre la acera, de ahí que se mantuvieran grises del polvo callejero.
La ciudad era una municipalidad levítica, todo era religioso y yo no me arrepiento de ello, amo esos recuerdos engavetados, pero aún presentes y actuales en mi vida, próxima al final, final.
Bueno, pero íbamos en que eran las cinco y media de la tarde, en aquel calor que tolerábamos como calentanos. Ya sabía algo de la muerte, pues el muchacho adorado de misiá Encarna, asesinado en el barrio maluco de Lovaina, había estado expósito en su propia casa, también de paño vestido y con los ojos entreabiertos, todavía buen mozo, como decían las señoras sin soltar la camándula. Me faltaba el golpe mayor: había muerto monseñor.
Tal vez alguien, recostado el taburete contra la pared, recuerde quién era monseñor. Monseñor Uribe para mí era importante, no obispo ni arzobispo, quizás canónigo, tal vez auxiliar o prelado doméstico (no que fuera amaestrado, sino que esta era una voz de mi amada iglesia, propia de clérigos de traje morado), era de figura pesada y moraba en una casa lujosa. Pero quién lo va a recordar, “la muerte llega, la sin culpa ronda”, del poeta Reyes Peñaranda, mi amigo. Para los pelados que corrimos a la calle Bomboná con no sé cuál, aquel deceso era un acontecimiento fatal. Si alguien supiera cómo se llamaba, ya estaría muerto también. Allí encontramos a monseñor con los piecitos, no para adelante, sino hacia arriba, mostrando las suelas nuevas que su sobrina, la tridentina (compañera asexual que autorizaba el Concilio de Trento), había dispuesto amorosamente para la velación. En realidad, había muerto monseñor.