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Había una vez (cuento una historia para generaciones que no la conocieron) un país muy religioso, que se llamaba Colombia, cuyo arzobispo primado tenía el privilegio, que no se lo daba la ley sino la devoción, de hacer el guiño sobre el nombre de quien debería ocupar la Presidencia de la República.
Dividido el partido de gobierno y habiéndose acudido al primado, que era nuevo, joven, huilense y desprevenido y se llamaba Ismael Perdomo, éste vaciló o no quiso intervenir y se perdió la unidad, lo que llevó al oficialismo a la derrota electoral. Ni el general Vásquez Cobo ni el poeta Valencia triunfaron y la chispa bogotana dio para que los derrotados apellidaran al arzobispo Perdomo como: “Monseñor Perdimos”.
Es una anécdota que quizás no viene muy a cuento, pero me pongo a pensar en qué momento (¡Monseñor, perdimos!) o estamos a punto de perder, ya no la primacía de un partido de gobierno sino la República completa, con sus instituciones, como resultado de la guerra que por años adelantó la subversión. Guerra, que sigo sosteniendo no fue siempre la misma, como ahora se dice. Porque primero fue una lucha política, atizada por odios ancestrales; no era tanto de conflicto social cuanto electoral; provenía de las guerras civiles; el pueblo pensaba más en las banderas que en el pan comer.
Período de lucha armada que se llamó La Violencia y que terminó siendo utilizada, con todo y su alta dosis de bandolerismo, por el comunismo que entró a América por el Caribe, ni siquiera en forma espontánea, pues no creo que Fidel haya sido comunista desde un principio, ni mucho menos, entre nosotros, Guadalupe o Tirofijo.
Se sofisticó el asunto con los intelectuales y sacerdotes rebeldes: ellos sí ideologizaron y se llegó a lo de hoy, cuando se alegan, por acumulación y mirando hacia atrás, dizque 60 años de una misma guerra social. Es toda una teoría de la conspiración, con la que se quiere reescribir la historia en ilación continuada, así de fácil. Se teorizan episodios distintos, que bien pueden tener origen parecido en las desigualdades atávicas, pero en Colombia primero que por lucha de clases se llegó a las armas por desavenencias políticas.
Y lo más triste, se está ganando la guerra contra el Estado, guerra por cierto salpicada de delitos de lesa humanidad. Ahora se habla de partes en conflicto (unos miles contra un país de millones) y el presidente del gobierno histórico se deja cercar por los rebeldes y llevar paso por paso hasta la claudicación del Estado de derecho. Es la paz, dicen, porque sobre la mesa de negociación no se dispara un arma; se entrega la República al socialismo imperante en la región, pacífica, amablemente; se firma un acta de rendición en una mesa de La Habana, y perdónese la paronimia, en la mesa de los Santos, donde trepida la tierra.