Adolfo Pacheco, una hamaca grande y un sombrero vueltiao
Lucero Martínez Kasab
En una finca de la Costa sembrada con árboles de acacias con sus millones de florecitas anaranjadas hay una mesa con hojas de bijao como mantel, donde las señoras extienden el ñame, la yuca, el plátano verde, la costilla y a su lado, una olla sobre carbón donde humea el sancocho que ellas van sirviendo en totumas para que los invitados calmen el hambre de la hora del almuerzo que se atrasó; solo estuvo listo a las cuatro de la tarde pero, no importaba, la música de Adolfo Pacheco, nos hacía olvidar los vacíos del estómago y del alma.
¨Compadre Ramón, te hago la visita pa ´que me acepte la invitación quiero con afecto llevar al Valle cofres de plata (…) llevo una hamaca grande, más grande que el cerro e’ Maco pa´que el pueblo vallenato meciéndose en ella cante…¨ Una canción que reflejaba la razón de ser de una visita a un compadre, pero, ¿es que eso se podía cantar? ¿Cómo algo tan cotidiano en un pueblo se le puede poner música con tanta belleza? La cotidianidad está llena de cosas hermosas, solo falta que el poeta con su espíritu privilegiado las nombre.
Como nos nombra Adolfo Pacheco un mundo allá escondido en un bosque seco tropical de la Costa llamado Montes de María; donde por cariño a los José se les dice Joche; un apodo campesino que no sale de los límites de la comarca y donde un amigo tiene el fraternal gesto de atrapar un pajarito con un nombre humilde, mochuelo, para que el otro enamorado se lo regale a una novia. El mochuelo canta lindo y por eso los cuelgan de los techos, para que con su canto alegren el silencio de los Montes de María.
Me lo ha contado un amigo por teléfono, que Adolfo Pacheco ha fallecido, lo dijo rápidamente entre el comentario periodístico del momento; de la indignación política paso a las lágrimas. Porque veo cómo desaparecen mis poetas cantores de sombrero vueltiao, sombrero que les luce a todos ellos, a Alejandro Durán, a Juancho Polo Valencia; digo, que el sombrero vueltiao con su fibra ancestral tiene la sabiduría de saber quién es digno de lucirlo y él, el sombrero, escoge a quién le queda bien y a quién no.
Adolfo Pacheco, de San Jacinto, departamento de Bolívar tierra de las hamacas, que antes solo la usaban los campesinos para tumbarse de cansancio colgadas ellas en las vigas de los ranchos a un costadito o, en el patio al frente del fogón de leña para mecerse mientras se cocina o, para leer el periódico arrugado que dejó algún compadre o, para mecerse los dos en las noches sin los mechones de luz. Ahora las hamacas son regalos exquisitos llevados por todo el mundo, igual que los sombreros vueltiao, pero ni ella ni él venden su esencia; más lindos se ven en las casas y hombres de San Jacinto y de los Montes de María y de la Costa toda.
Las canciones de Adolfo Pacheco son poemas silvestres hechos con música suave que invitan a buscar pareja para bailar después de reposar el sancocho, cuando ya las árboles de almendras dejan pasar los últimos rayos de sol y, allá a lo lejos, el gallo se despide mientras aquí comienza el pasa-pasa de aguardiente con limón y la semi luna de compadres y comadres sentados en taburetes o mecidos en hamacas o en las piernas del amor inicia la narración de cuentos de familia y de vecinos que termina en carcajadas haciendo ladrar a los perros.
Los juglares de la sabana de Córdoba, Sucre y Bolívar nacieron con voces de timbre lejano que, al encontrarse un día con el acordeón, regalo del duende de la música, hallaron palabras sencillas dentro del corazón para cantar sus vivencias y anhelos sin preconcepciones, llevando su actitud natural ante el mundo por todos los pueblos, emanando aromas del campo. Aromas, que las nuevas generaciones ya citadinas, sin gracia, no recogen como se hace con el testigo de las carreras, sino que lo dejan caer en medio de una realidad que necesita tanto desprenderse de las cosas mundanas. Adolfo Pacheco, Leandro Díaz, Alejandro Durán…, y los pocos que nos quedan, conciencias de un territorio feliz.
Gracias, Adolfo Pacheco, artista de versos libres, para cantarle a un collar de cumbia, para decir que él nunca dejaría a su pueblo ni por un imperio, para proponerle a Mercedes un paseo en coche por Cartagena y para lanzar como el trino de un mochuelo enjaulado —que así se sentía de prisionero por una mujer— la más bella declaración de amor que yo he escuchado “como mi amor por ti, entre más bello más fino…”.
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En una finca de la Costa sembrada con árboles de acacias con sus millones de florecitas anaranjadas hay una mesa con hojas de bijao como mantel, donde las señoras extienden el ñame, la yuca, el plátano verde, la costilla y a su lado, una olla sobre carbón donde humea el sancocho que ellas van sirviendo en totumas para que los invitados calmen el hambre de la hora del almuerzo que se atrasó; solo estuvo listo a las cuatro de la tarde pero, no importaba, la música de Adolfo Pacheco, nos hacía olvidar los vacíos del estómago y del alma.
¨Compadre Ramón, te hago la visita pa ´que me acepte la invitación quiero con afecto llevar al Valle cofres de plata (…) llevo una hamaca grande, más grande que el cerro e’ Maco pa´que el pueblo vallenato meciéndose en ella cante…¨ Una canción que reflejaba la razón de ser de una visita a un compadre, pero, ¿es que eso se podía cantar? ¿Cómo algo tan cotidiano en un pueblo se le puede poner música con tanta belleza? La cotidianidad está llena de cosas hermosas, solo falta que el poeta con su espíritu privilegiado las nombre.
Como nos nombra Adolfo Pacheco un mundo allá escondido en un bosque seco tropical de la Costa llamado Montes de María; donde por cariño a los José se les dice Joche; un apodo campesino que no sale de los límites de la comarca y donde un amigo tiene el fraternal gesto de atrapar un pajarito con un nombre humilde, mochuelo, para que el otro enamorado se lo regale a una novia. El mochuelo canta lindo y por eso los cuelgan de los techos, para que con su canto alegren el silencio de los Montes de María.
Me lo ha contado un amigo por teléfono, que Adolfo Pacheco ha fallecido, lo dijo rápidamente entre el comentario periodístico del momento; de la indignación política paso a las lágrimas. Porque veo cómo desaparecen mis poetas cantores de sombrero vueltiao, sombrero que les luce a todos ellos, a Alejandro Durán, a Juancho Polo Valencia; digo, que el sombrero vueltiao con su fibra ancestral tiene la sabiduría de saber quién es digno de lucirlo y él, el sombrero, escoge a quién le queda bien y a quién no.
Adolfo Pacheco, de San Jacinto, departamento de Bolívar tierra de las hamacas, que antes solo la usaban los campesinos para tumbarse de cansancio colgadas ellas en las vigas de los ranchos a un costadito o, en el patio al frente del fogón de leña para mecerse mientras se cocina o, para leer el periódico arrugado que dejó algún compadre o, para mecerse los dos en las noches sin los mechones de luz. Ahora las hamacas son regalos exquisitos llevados por todo el mundo, igual que los sombreros vueltiao, pero ni ella ni él venden su esencia; más lindos se ven en las casas y hombres de San Jacinto y de los Montes de María y de la Costa toda.
Las canciones de Adolfo Pacheco son poemas silvestres hechos con música suave que invitan a buscar pareja para bailar después de reposar el sancocho, cuando ya las árboles de almendras dejan pasar los últimos rayos de sol y, allá a lo lejos, el gallo se despide mientras aquí comienza el pasa-pasa de aguardiente con limón y la semi luna de compadres y comadres sentados en taburetes o mecidos en hamacas o en las piernas del amor inicia la narración de cuentos de familia y de vecinos que termina en carcajadas haciendo ladrar a los perros.
Los juglares de la sabana de Córdoba, Sucre y Bolívar nacieron con voces de timbre lejano que, al encontrarse un día con el acordeón, regalo del duende de la música, hallaron palabras sencillas dentro del corazón para cantar sus vivencias y anhelos sin preconcepciones, llevando su actitud natural ante el mundo por todos los pueblos, emanando aromas del campo. Aromas, que las nuevas generaciones ya citadinas, sin gracia, no recogen como se hace con el testigo de las carreras, sino que lo dejan caer en medio de una realidad que necesita tanto desprenderse de las cosas mundanas. Adolfo Pacheco, Leandro Díaz, Alejandro Durán…, y los pocos que nos quedan, conciencias de un territorio feliz.
Gracias, Adolfo Pacheco, artista de versos libres, para cantarle a un collar de cumbia, para decir que él nunca dejaría a su pueblo ni por un imperio, para proponerle a Mercedes un paseo en coche por Cartagena y para lanzar como el trino de un mochuelo enjaulado —que así se sentía de prisionero por una mujer— la más bella declaración de amor que yo he escuchado “como mi amor por ti, entre más bello más fino…”.
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