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Llegan con diciembre las velitas, los buñuelos, los regalos y las tradicionales columnas sobre el salario mínimo. Este año hay algo distinto, y no es solo que dos exministros de Hacienda, en su intento de llegar a la presidencia, estén proponiendo alegres aumentos porcentuales de dos dígitos a ese salario que, más que un mínimo, es una aspiración lejana para aquella mitad de los trabajadores colombianos que gana menos que el mínimo legal.
Este año se le otorgó el premio Nobel de economía a David Card, economista que mostró que los aumentos al salario mínimo en Estados Unidos no habían tenido el efecto que a todo buen ministro de Hacienda le preocupa: el desempleo, preocupación a la que en un país como Colombia se le añade la de la informalidad.
Mucho se ha debatido en los pasillos de la academia nacional si los hallazgos de Card aplican a nuestro contexto o no. En una entrevista que le hizo una periodista colombiana poco después del anuncio del premio, Card señaló que no se podía hacer una extrapolación fácil de sus resultados; es decir, no se puede afirmar que subir el mínimo en Colombia tenga consecuencias tan leves como en EE. UU.
Pero incluso teniendo en cuenta que más vale que los economistas colombianos hagamos las investigaciones rigurosas que hacen falta para zanjar la cuestión, es preciso insistir, como se ha hecho en este espacio en años anteriores, en este mensaje decembrino: el salario mínimo es una sola de varias medidas posibles de apoyo al ingreso. Estaríamos mejor si el debate anual fuera sobre el ajuste a una renta básica garantizada, o si tuviéramos negociaciones salariales sectoriales que incluyeran a todos los trabajadores y fijaran mínimos para distintas ramas de la economía. La discusión anual de cuánto suma la inflación más el aumento de la productividad es aburrida y estéril, sobre todo cuando hay misterios decembrinos más interesantes que contemplar.