Es fácil familiarizarse con el debate ritual de todos los años sobre el salario mínimo y, por ello, concluir que no hay nada nuevo que decir. Pero muchas investigaciones recientes sugieren que, más que debatir si el mínimo es muy alto o muy bajo, es posible que valga la pena tener salarios mínimos distintos por industria y nivel de formación profesional. Esta idea apenas empieza a recibir la atención que merece en el debate académico internacional y vale la pena que la discutamos en Colombia.
Para los sindicatos —conformados por empleados formales que representan una pequeña minoría de la clase trabajadora colombiana— no hay aumento del salario mínimo que sea malo. No importa que la teoría económica indique que un salario mínimo alto tiene el potencial de aumentar el desempleo y la informalidad: para quienes ya lo ganan y tienen un empleo formal asegurado, hay mucho que ganar y poco que perder con ese aumento anual.
Pero no son solo los sindicatos. Una serie de investigaciones rigurosas, llevadas a cabo en países desarrollados desde principios de los años 90 hasta el presente, han mostrado que estos efectos negativos a veces no se materializan. Es decir, se ha observado que muchas veces los aumentos del salario mínimo en países como Estados Unidos no solo no generan desempleo, sino que lo reducen.
Estas investigaciones econométricas han dado para un par de décadas de intensos debates intelectuales. La gente se imagina que los desacuerdos agrios entre economistas académicos se dan por lo que piensen de Hayek o Keynes. Pero más que por esos economistas de antaño, en este siglo se han acabado amistades por opiniones encontradas con respecto al estudio de Card y Krueger de 1992 sobre el salario mínimo en Pensilvania y Nueva Jersey. La razón es que los resultados de Card y Krueger parecen contradecir uno de los principios más básicos de la economía: la ley de la demanda. Según esta, a mayores salarios mínimos, mayor el precio del trabajo formal, y a mayores precios, menor demanda de trabajo formal. Es mucho más fácil creer que la econometría del estudio es mala que descartar la ley de la demanda, que es un principio verificado en muchos mercados distintos al mercado laboral.
La solución de Card y Krueger no es echar por la borda 250 años de teoría económica, sino sugerir que quizá existen monopsonios (u oligopsonios) laborales. Es decir, especulan que cada trabajador tiene relativamente pocos empleadores potenciales, y que estos empleadores se asocian (así sea tácitamente) para ayudarse los unos a los otros ofreciendo salarios bajos y no compitiendo por trabajadores. De ser así, todos los economistas estaríamos de acuerdo con que es un caso en el cual la ley de la demanda no aplica, porque no se trata de un mercado competitivo. Pero ahí está el desacuerdo: es controversial afirmar que el mercado laboral no es competitivo. A primera vista, por lo menos, todo trabajador tiene muchos empleadores potenciales y asociarse les quedaría muy difícil, por lo que la teoría del monopsonio laboral no tendría cabida. Esto ha llevado a 20 años de estudios que buscan desvirtuar (o confirmar) los resultados del estudio original con datos distintos y en otros contextos.
El debate continúa, pero los resultados de Card y Krueger no desaparecen. Cada vez hay más evidencia de que en países desarrollados un aumento modesto en el salario mínimo no contribuye de manera significativa al desempleo, lo cual es consistente con la teoría de los monopsonios laborales.
¿Qué implica esto para un país como Colombia? Sobra decir que nuestro contexto es distinto del estadounidense o el europeo, empezando porque nuestro salario mínimo es alto si se le compara con el salario promedio (o también con el llamado “salario mediano”). El salario mínimo en EE. UU. es de alrededor del 30% del salario mediano, mientras que el salario “mínimo” en Colombia es aproximadamente el 100% de dicho salario. Es razonable pensar que, por esa razón, lo que aplica allá no aplica acá. Pero incluso ese argumento está siendo cuestionado con evidencia econométrica que merece ser tenida en cuenta. Por ejemplo, en algunos estados de EE. UU., el salario mínimo se acerca al 80% del salario mediano, y tampoco se observan efectos negativos sobre el empleo.
En resumidas cuentas, es difícil descartar la creciente evidencia econométrica sobre la falta de efectos negativos de los salarios mínimos sobre el empleo, pero también es muy difícil descartar la ley de la demanda. Parece, por lo tanto, que hay que tomar en serio la posibilidad de que los monopsonios laborales sean una característica típica del mercado de trabajo y no solo una excepción o una curiosidad teórica.
Frente a esto, la conclusión fácil (y errónea) sería que casi ningún salario mínimo es problemático, por alto que sea. Pero tomarse en serio la teoría de los monopsonios laborales implicaría, paradójicamente, que el salario mínimo es una herramienta problemática e insuficiente.
Si es verdad que el mercado laboral está lleno de monopsonios, el salario mínimo solo serviría para proteger a los empleados menos calificados —que ganan los salarios más bajos—, mientras que aquellos que por su mayor productividad ganan más que el mínimo seguirían desprotegidos. Por ejemplo, un profesional que solo puede trabajar para su empresa actual o para un par de competidores ganaría menos que si hubiera decenas de empresas que compitieran por sus servicios. Pero como el profesional ya gana más que el mínimo, no hay ningún tipo de protección para él. A ese profesional le serviría una especie de “salario mínimo para profesionales”, mayor que el salario mínimo para la mano de obra menos calificada.
Más que una comisión anual para determinar el salario mínimo, entonces, la existencia de monopsonios laborales requeriría la creación de una junta salarial (wage board) para concertar entre trabajadores y empleadores cuál es el pago mínimo aceptable para trabajadores de distintas industrias, niveles de formación y capacidad profesional. Estos métodos ya se emplean en economías de mercado exitosas, como Suecia, y bien podrían ser adaptables al contexto colombiano. De hecho, si bien por razones distintas, ya ha habido propuestas de crear salarios mínimos regionales diferenciados en Colombia para reflejar mejor los distintos niveles de productividad de distintos tipos de trabajadores. A diferencia de lo estipulado en estas propuestas, una junta salarial no solo revisaría si tiene sentido que el mismo salario mínimo de Bogotá aplique en el Amazonas: también buscaría que los trabajadores más altamente calificados de Bogotá y del Amazonas recibieran un salario proporcional a su aporte a la economía.
Como con toda regulación de los precios de mercado, habría que cuidarse de que el remedio no fuera peor que la enfermedad, y los salarios acordados tendrían que reflejar la productividad de los trabajadores. Pero antes de sacar conclusiones definitivas para Colombia, hay que decir con franqueza que no tenemos mucha evidencia ni a favor ni en contra de la existencia de monopsonios laborales en el país, porque el tema no se ha investigado de manera sistemática. Nos queda de tarea a los economistas —y a las entidades del Estado que están en capacidad de recopilar los datos al respecto que se necesitarían— empezar el análisis juicioso de este fenómeno, para que nuestras políticas públicas estén basadas en evidencia pertinente y no solo en corazonadas o debates importados.
* Ph.D., profesor del Departamento de Economía y director del Observatorio Fiscal, Universidad Javeriana.
Twitter: @luiscrh
Es fácil familiarizarse con el debate ritual de todos los años sobre el salario mínimo y, por ello, concluir que no hay nada nuevo que decir. Pero muchas investigaciones recientes sugieren que, más que debatir si el mínimo es muy alto o muy bajo, es posible que valga la pena tener salarios mínimos distintos por industria y nivel de formación profesional. Esta idea apenas empieza a recibir la atención que merece en el debate académico internacional y vale la pena que la discutamos en Colombia.
Para los sindicatos —conformados por empleados formales que representan una pequeña minoría de la clase trabajadora colombiana— no hay aumento del salario mínimo que sea malo. No importa que la teoría económica indique que un salario mínimo alto tiene el potencial de aumentar el desempleo y la informalidad: para quienes ya lo ganan y tienen un empleo formal asegurado, hay mucho que ganar y poco que perder con ese aumento anual.
Pero no son solo los sindicatos. Una serie de investigaciones rigurosas, llevadas a cabo en países desarrollados desde principios de los años 90 hasta el presente, han mostrado que estos efectos negativos a veces no se materializan. Es decir, se ha observado que muchas veces los aumentos del salario mínimo en países como Estados Unidos no solo no generan desempleo, sino que lo reducen.
Estas investigaciones econométricas han dado para un par de décadas de intensos debates intelectuales. La gente se imagina que los desacuerdos agrios entre economistas académicos se dan por lo que piensen de Hayek o Keynes. Pero más que por esos economistas de antaño, en este siglo se han acabado amistades por opiniones encontradas con respecto al estudio de Card y Krueger de 1992 sobre el salario mínimo en Pensilvania y Nueva Jersey. La razón es que los resultados de Card y Krueger parecen contradecir uno de los principios más básicos de la economía: la ley de la demanda. Según esta, a mayores salarios mínimos, mayor el precio del trabajo formal, y a mayores precios, menor demanda de trabajo formal. Es mucho más fácil creer que la econometría del estudio es mala que descartar la ley de la demanda, que es un principio verificado en muchos mercados distintos al mercado laboral.
La solución de Card y Krueger no es echar por la borda 250 años de teoría económica, sino sugerir que quizá existen monopsonios (u oligopsonios) laborales. Es decir, especulan que cada trabajador tiene relativamente pocos empleadores potenciales, y que estos empleadores se asocian (así sea tácitamente) para ayudarse los unos a los otros ofreciendo salarios bajos y no compitiendo por trabajadores. De ser así, todos los economistas estaríamos de acuerdo con que es un caso en el cual la ley de la demanda no aplica, porque no se trata de un mercado competitivo. Pero ahí está el desacuerdo: es controversial afirmar que el mercado laboral no es competitivo. A primera vista, por lo menos, todo trabajador tiene muchos empleadores potenciales y asociarse les quedaría muy difícil, por lo que la teoría del monopsonio laboral no tendría cabida. Esto ha llevado a 20 años de estudios que buscan desvirtuar (o confirmar) los resultados del estudio original con datos distintos y en otros contextos.
El debate continúa, pero los resultados de Card y Krueger no desaparecen. Cada vez hay más evidencia de que en países desarrollados un aumento modesto en el salario mínimo no contribuye de manera significativa al desempleo, lo cual es consistente con la teoría de los monopsonios laborales.
¿Qué implica esto para un país como Colombia? Sobra decir que nuestro contexto es distinto del estadounidense o el europeo, empezando porque nuestro salario mínimo es alto si se le compara con el salario promedio (o también con el llamado “salario mediano”). El salario mínimo en EE. UU. es de alrededor del 30% del salario mediano, mientras que el salario “mínimo” en Colombia es aproximadamente el 100% de dicho salario. Es razonable pensar que, por esa razón, lo que aplica allá no aplica acá. Pero incluso ese argumento está siendo cuestionado con evidencia econométrica que merece ser tenida en cuenta. Por ejemplo, en algunos estados de EE. UU., el salario mínimo se acerca al 80% del salario mediano, y tampoco se observan efectos negativos sobre el empleo.
En resumidas cuentas, es difícil descartar la creciente evidencia econométrica sobre la falta de efectos negativos de los salarios mínimos sobre el empleo, pero también es muy difícil descartar la ley de la demanda. Parece, por lo tanto, que hay que tomar en serio la posibilidad de que los monopsonios laborales sean una característica típica del mercado de trabajo y no solo una excepción o una curiosidad teórica.
Frente a esto, la conclusión fácil (y errónea) sería que casi ningún salario mínimo es problemático, por alto que sea. Pero tomarse en serio la teoría de los monopsonios laborales implicaría, paradójicamente, que el salario mínimo es una herramienta problemática e insuficiente.
Si es verdad que el mercado laboral está lleno de monopsonios, el salario mínimo solo serviría para proteger a los empleados menos calificados —que ganan los salarios más bajos—, mientras que aquellos que por su mayor productividad ganan más que el mínimo seguirían desprotegidos. Por ejemplo, un profesional que solo puede trabajar para su empresa actual o para un par de competidores ganaría menos que si hubiera decenas de empresas que compitieran por sus servicios. Pero como el profesional ya gana más que el mínimo, no hay ningún tipo de protección para él. A ese profesional le serviría una especie de “salario mínimo para profesionales”, mayor que el salario mínimo para la mano de obra menos calificada.
Más que una comisión anual para determinar el salario mínimo, entonces, la existencia de monopsonios laborales requeriría la creación de una junta salarial (wage board) para concertar entre trabajadores y empleadores cuál es el pago mínimo aceptable para trabajadores de distintas industrias, niveles de formación y capacidad profesional. Estos métodos ya se emplean en economías de mercado exitosas, como Suecia, y bien podrían ser adaptables al contexto colombiano. De hecho, si bien por razones distintas, ya ha habido propuestas de crear salarios mínimos regionales diferenciados en Colombia para reflejar mejor los distintos niveles de productividad de distintos tipos de trabajadores. A diferencia de lo estipulado en estas propuestas, una junta salarial no solo revisaría si tiene sentido que el mismo salario mínimo de Bogotá aplique en el Amazonas: también buscaría que los trabajadores más altamente calificados de Bogotá y del Amazonas recibieran un salario proporcional a su aporte a la economía.
Como con toda regulación de los precios de mercado, habría que cuidarse de que el remedio no fuera peor que la enfermedad, y los salarios acordados tendrían que reflejar la productividad de los trabajadores. Pero antes de sacar conclusiones definitivas para Colombia, hay que decir con franqueza que no tenemos mucha evidencia ni a favor ni en contra de la existencia de monopsonios laborales en el país, porque el tema no se ha investigado de manera sistemática. Nos queda de tarea a los economistas —y a las entidades del Estado que están en capacidad de recopilar los datos al respecto que se necesitarían— empezar el análisis juicioso de este fenómeno, para que nuestras políticas públicas estén basadas en evidencia pertinente y no solo en corazonadas o debates importados.
* Ph.D., profesor del Departamento de Economía y director del Observatorio Fiscal, Universidad Javeriana.
Twitter: @luiscrh