La aspersión de cultivos ilícitos no funciona. No se trata solamente de que sea nociva para los campesinos, como lo ha demostrado la literatura científica. Incluso si a uno le trajera sin cuidado la salud de los campesinos con tal de reducir el cultivo de coca, la aspersión seguiría siendo una actividad inútil. Los estudios rigurosos que hay sobre el tema concluyen que, o bien la aspersión causa reducciones tan insignificantes en el cultivo de coca que no justifican su costo, o, peor aún, que causan que el cultivo de coca aumente para que la oferta de cocaína se mantenga más o menos constante.
Así que es sorprendente que nuestros líderes estén tan interesados en que regrese esta política costosa, nociva e inútil. Esto sólo puede tener una de dos causas: una, que el gobierno que elegimos es tan incompetente que ignora los estudios realizados durante década y media sobre este tema, o, peor aún, que independientemente de si los conoce no le importan, porque la aspersión de cultivos ilícitos nunca ha tenido como objetivo principal reducir la producción de cocaína.
Entre más pasa el tiempo, más me convenzo de que se trata de lo segundo. Hace ya unos años, como estudiante de doctorado, me dediqué a analizar la evidencia sobre la efectividad de esta política, creyendo con ingenuidad que para hacer buenas políticas lo único que necesitan los tomadores de decisiones es buena evidencia. Quizá muchos de quienes realizaron investigaciones similares partieron de supuestos parecidos. Pero lo más interesante de la mal llamada lucha antidrogas no es el análisis de costos y beneficios, porque si por eso fuera, hace rato habríamos legalizado toda esa industria. Lo fascinante es el papel que la política antidrogas juega en la imaginación nacional colombiana.
El antropólogo filosófico René Girard propuso una teoría según la cual toda sociedad en conflicto necesita un chivo expiatorio para restaurar la percepción de orden. El chivo expiatorio es visto como una fuente de salud y bienestar, al igual que —paradójicamente— como el responsable de los males de la comunidad; y es el sacrificio del chivo lo que cimienta la restauración del orden, independientemente de si el chivo es culpable o no. Los ejemplos de Girard incluyen la tragedia de Edipo Rey, en la cual las culpas de Edipo —asesinato e incesto— causan una epidemia en Tebas, a la vez que su exilio y el sacrificio de sacarse los ojos restaura la salud de los tebanos; los pogromos de la Edad Media contra los judíos, quienes a la vez que tenían la reputación de ser los mejores médicos de la época, también eran acusados de envenenar los pozos de los cristianos; y, claro, la historia neotestamentaria de la crucifixión de Cristo por la élite sacerdotal, para restaurar el orden social en Judea.
El campo colombiano ocupa un lugar importante en la imaginación nacional: como sociedad pensamos en los campesinos de una manera idealizada —nos imaginamos, incluso, que van a convertirnos en la despensa alimentaria del mundo— a la vez que les quitamos sus tierras y votamos por el partido que hace todo lo posible por no devolvérselas. Y en una sociedad cuya economía está permeada por el narcotráfico, nos concentramos de una manera enigmática en esa pequeñísima tajada de la industria ilícita en la que ellos participan: el cultivo de coca, que les deja 80 centavos de dólar por cada gramo de cocaína, que en EE.UU. se vende a casi 200 dólares.
Los campesinos son nuestro chivo expiatorio nacional. Es por eso que, por poco que funcione la aspersión de cultivos ilícitos, nuestros gobernantes logran vendérnosla como una política de “mano firme” que va a restaurar el orden social, de cuyo inminente colapso ellos mismos, desgraciadamente, nos lograron convencer. No caigamos en la trampa.
* Ph.D., profesor del Departamento de Economía, Universidad Javeriana.
Twitter: @luiscrh
La aspersión de cultivos ilícitos no funciona. No se trata solamente de que sea nociva para los campesinos, como lo ha demostrado la literatura científica. Incluso si a uno le trajera sin cuidado la salud de los campesinos con tal de reducir el cultivo de coca, la aspersión seguiría siendo una actividad inútil. Los estudios rigurosos que hay sobre el tema concluyen que, o bien la aspersión causa reducciones tan insignificantes en el cultivo de coca que no justifican su costo, o, peor aún, que causan que el cultivo de coca aumente para que la oferta de cocaína se mantenga más o menos constante.
Así que es sorprendente que nuestros líderes estén tan interesados en que regrese esta política costosa, nociva e inútil. Esto sólo puede tener una de dos causas: una, que el gobierno que elegimos es tan incompetente que ignora los estudios realizados durante década y media sobre este tema, o, peor aún, que independientemente de si los conoce no le importan, porque la aspersión de cultivos ilícitos nunca ha tenido como objetivo principal reducir la producción de cocaína.
Entre más pasa el tiempo, más me convenzo de que se trata de lo segundo. Hace ya unos años, como estudiante de doctorado, me dediqué a analizar la evidencia sobre la efectividad de esta política, creyendo con ingenuidad que para hacer buenas políticas lo único que necesitan los tomadores de decisiones es buena evidencia. Quizá muchos de quienes realizaron investigaciones similares partieron de supuestos parecidos. Pero lo más interesante de la mal llamada lucha antidrogas no es el análisis de costos y beneficios, porque si por eso fuera, hace rato habríamos legalizado toda esa industria. Lo fascinante es el papel que la política antidrogas juega en la imaginación nacional colombiana.
El antropólogo filosófico René Girard propuso una teoría según la cual toda sociedad en conflicto necesita un chivo expiatorio para restaurar la percepción de orden. El chivo expiatorio es visto como una fuente de salud y bienestar, al igual que —paradójicamente— como el responsable de los males de la comunidad; y es el sacrificio del chivo lo que cimienta la restauración del orden, independientemente de si el chivo es culpable o no. Los ejemplos de Girard incluyen la tragedia de Edipo Rey, en la cual las culpas de Edipo —asesinato e incesto— causan una epidemia en Tebas, a la vez que su exilio y el sacrificio de sacarse los ojos restaura la salud de los tebanos; los pogromos de la Edad Media contra los judíos, quienes a la vez que tenían la reputación de ser los mejores médicos de la época, también eran acusados de envenenar los pozos de los cristianos; y, claro, la historia neotestamentaria de la crucifixión de Cristo por la élite sacerdotal, para restaurar el orden social en Judea.
El campo colombiano ocupa un lugar importante en la imaginación nacional: como sociedad pensamos en los campesinos de una manera idealizada —nos imaginamos, incluso, que van a convertirnos en la despensa alimentaria del mundo— a la vez que les quitamos sus tierras y votamos por el partido que hace todo lo posible por no devolvérselas. Y en una sociedad cuya economía está permeada por el narcotráfico, nos concentramos de una manera enigmática en esa pequeñísima tajada de la industria ilícita en la que ellos participan: el cultivo de coca, que les deja 80 centavos de dólar por cada gramo de cocaína, que en EE.UU. se vende a casi 200 dólares.
Los campesinos son nuestro chivo expiatorio nacional. Es por eso que, por poco que funcione la aspersión de cultivos ilícitos, nuestros gobernantes logran vendérnosla como una política de “mano firme” que va a restaurar el orden social, de cuyo inminente colapso ellos mismos, desgraciadamente, nos lograron convencer. No caigamos en la trampa.
* Ph.D., profesor del Departamento de Economía, Universidad Javeriana.
Twitter: @luiscrh