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El presidente Juan Manuel Santos lo dijo muy bien este fin de semana: “El daño está hecho”. La declaración la hizo el mandatario por el anuncio de la Fiscalía sobre los dineros de Odebrecht que habrían entrado a su campaña.
El presidente tiene razón: la gente ya guardó esa versión en el disco duro eliminando, obviamente, el condicional para grabarlo como una sentencia certera. Nadie esperará a que las investigaciones terminen, ni pensará en quién es la fuente de esa versión y mucho menos recordará que Otto Bula fue suplente en el Senado de Mario Uribe, condenado por la Corte Suprema por tener relaciones con los paramilitares, y que sobre él hay investigaciones y testimonios que lo señalan de haber hecho operaciones turbias en las que se despojaron tierras campesinas con la ayuda de narcotraficantes y paramilitares. Nadie investigará que en Sahagún, su pueblo, lo recuerdan con desconfianza porque no se han quitado la imagen de su evolución de un comerciante de quesos de 160 kilos a refinado y déspota senador de la República en tiempos de la parapolítica.
Hoy por hoy lo que importa es el titular, el mensaje en Twitter con cientos y miles de clics, la cadena en WhatsApp y los mensajes en Facebook. Si una mentira o una verdad a medias es viral, de inmediato es considerada una verdad, con poca oportunidad de verificación o corrección. Las cosas no son como antes, cuando una rectificación de una calumnia debía publicarse en el mismo lugar con la misma extensión. Es un concepto mandado a recoger. No conozco la primera corrección en Twitter con tantas republicaciones como la versión original contaminada. Santos tiene razón, el daño está hecho.
Por eso es cierto que estamos en la era de la posverdad. Ya no importa que lo que digamos sea cierto, lo importante es que se repita mucho. En la era de internet y las irresponsables redes sociales, eso se traduce en que las elecciones y discusiones políticas se ganan por el tamaño del megáfono, que es directamente proporcional al espectáculo de la afirmación.
Esta semana una amiga de la infancia me contactó por Facebook. No hablaba con ella desde épocas del colegio, me copió un artículo que decía que desde ahora EE. UU. no iba a pedir visas a los colombianos y me preguntó, ya que trabajo en un medio, si esa “noticia” era cierta. Obviamente le respondí diciendo que no era verdad y que para una futura referencia tratara de fijarse en la fuente de la información que le llegaba para poder evaluar su veracidad. Ella , doctora, me dijo que desconfiaba terriblemente de los medios y que por eso le costaba mucho creer lo que publican los llamados medios tradicionales.
Seguimos conversando y me confesó que hacía rato no leía periódico, oía radio o veía noticieros, y además mencionó con contundencia que desconfiaba también del proceso de paz y de la postura de los medios frente al tema. Le pregunté cómo había llegado a tal conclusión si no leía prensa o sigue las noticias. Me dijo que tiene amigos que le cuentan cosas.
Su conversación coincidió con otra que tuve con una señora del edificio donde vivo. Me dijo que me había visto en las noticias, pero que realmente no le pone cuidado a lo que aparece en los informativos. Eso sí, me dijo que Trump era un buen presidente porque quiere erradicar el terrorismo de EE. UU. y que los medios mentimos sobre él.
Está claro. La gente forma su opinión y posición a punta de rumores y mensajes en las redes. La principal herramienta de divulgación del mensaje político es hoy por hoy el teléfono celular. Qué peligro. Es un escenario perfecto para las noticias falsas (fake news). Por lo menos mi amiga del colegio me prometió bajar la aplicación de la emisora de radio en la que trabajo para oír algo de noticias todos los días. Eso sí, si tiene tiempo.