La desvalorización de Ecopetrol, la empresa más importante de Colombia, luego del informe de J.P. Morgan, es un duro golpe a las finanzas públicas en un momento crítico. Afecta gravemente a sus trabajadores y a los colombianos, su accionista más importante. También a los municipios y regiones que, literalmente, viven de los ingresos y empleos que la empresa genera. Costosas consecuencias de una ideología catastrofista que, sin planificación, cálculo ni gobierno, ha asumido una transición improvisada. El decrecimiento avanza hacia ninguna parte.
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La desvalorización de Ecopetrol, la empresa más importante de Colombia, luego del informe de J.P. Morgan, es un duro golpe a las finanzas públicas en un momento crítico. Afecta gravemente a sus trabajadores y a los colombianos, su accionista más importante. También a los municipios y regiones que, literalmente, viven de los ingresos y empleos que la empresa genera. Costosas consecuencias de una ideología catastrofista que, sin planificación, cálculo ni gobierno, ha asumido una transición improvisada. El decrecimiento avanza hacia ninguna parte.
Esa versión catastrofista puede ser útil para infundir miedo, ganar adeptos y elecciones, pero no para gobernar responsablemente. La narrativa según la cual Ecopetrol se va a acabar y entonces toca, a fuerza de torpezas, hacerle el favor de aplicarle la eutanasia, no pasa de cuento para incautos. Equivale a afirmar que como todos nos vamos a morir y tenemos certeza de ello, no debemos trabajar, acelerando un proceso inevitable. Para precipitar el miedo se puede afirmar, como algunos irresponsables lo hacen, que ya comenzó, con la guerra contra Hezbolá, el fin del mundo, fatalidad de fatalidades.
El informe de J.P. Morgan no hace otra cosa que reconocer realidades y percepciones sobre nuestra realidad. La incertidumbre que ha menguado la inversión. Malas expectativas, un factor determinante en economía. Un “entorno geopolítico incierto” -evidente aumento del riesgo político- sumado a decisiones erráticas como la de detener un proyecto en Estados Unidos que la empresa consideró viable pero el gobierno determinó inconveniente contradiciendo evaluaciones técnicas y financieras, como es su costumbre. No ingresarán recursos a Ecopetrol ni a Colombia, pero, en el colmo del absurdo, importaremos combustible y gas. El desmantelamiento de la oferta energética ocurre sin ninguna certeza o plan que garantice la transición. En teoría deberíamos utilizar energía solar y eólica, pero en el reino del desgobierno y el caos se han suspendido proyectos en La Guajira por bloqueos. El ministro de Hacienda reconoce que “otras alternativas de negocio no han sido valoradas”. ¿Y entonces?
Gobiernos responsables han buscado y logrado equilibrio en una transición ineludible. Nadie, en sus cabales, estima que antes de 2050 disminuya la demanda de petróleo. En el mundo la emisión de gases de efecto invernadero se está estabilizando. Estados Unidos y otros grandes contaminadores (el mayor es China) han roto la relación positiva entre crecimiento económico y emisiones. La eficiencia energética hace lo suyo. En consecuencia, con los pies sobre la tierra, el gobierno Biden, principal promotor de energías limpias, ha bajado los niveles de contaminación exigidos y promueve la perforación de petróleo y gas en su territorio. Kamala Harris, quien en 2019 ofreció prohibir el fracking, ahora se enorgullece de su papel en aumentar el inventario y la exploración de combustibles. El mundo ha cambiado. El discurso catastrofista permanece inmutable. Cosas de falsos profetas.
El ministro ha afirmado que “toca abrir espacio a las energías limpias”. Es cierto, pero ¿cómo y cuándo? Con afirmaciones de ese tipo no se equilibran los ingresos del Estado. Antes que ocasionar daños tan graves, necesitábamos planear y ejecutar un programa de inversiones en el sector energético que generen empleo y crecimiento. China obtiene inmensos recursos de sus paneles solares y la electrificación del sector automotriz. En Estados Unidos, la política de sustitución ha creado miles de nuevas empresas y millones de empleos. En Colombia hemos renunciado a nuevas exploraciones, pero no tenemos alternativas ciertas. Nos estamos quedando con el pecado y sin el género, olvidando que los ingresos petroleros de hoy permiten a nuestro país funcionar.
A julio de 2024, los ingresos por carbón y petróleo representaron 13.404 millones de dólares, un 47 % de las exportaciones totales de Colombia. En 2022, 31.012 millones, un 54 %. Decrecemos. Con esas divisas se pagan el trigo y buena parte de los medicamentos que consumimos, las maquinarias y repuestos que importamos, etc. ¿Dónde estará el flujo de caja alternativo de mantenerse la tendencia? Con discursos y falsas promesas es imposible sustituir esos ingresos. Irresponsables.