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Mientras muchos adjudican su triunfo al cliché de las noticias falsas que, por cierto, desde siempre existieron en política, o al de la socorrida “derechización”, una mezcla de factores como percepción de inseguridad; desencanto con promesas no cumplidas; efectos de la recesión; corrupción desbordada; influencia de las decisiones judiciales y algo de racismo, en un país multirracial, explican mejor su elección.
¿Existe una oleada de “derechas” que quita y pone gobiernos en el mundo? El triunfo de Bolsonaro parecería confirmarlo, luego de la victoria de Trump; las de gobiernos “ultras”, como los de Polonia y Hungría; un Brexit promovido por los mismos sectores y la más reciente en Italia. Su discurso es más o menos el mismo: retorno al proteccionismo; condena de la inmigración y un cuestionamiento a los fundamentos del Estado Liberal.
Comparado con sus propuestas, el neoliberalismo, hasta hace poco contradictor natural de las “izquierdas” es ahora su objetivo, en cuanto promotor de una globalización “responsable” de la mayoría de males contemporáneos. Más en el fondo se puede afirmar que los cambios generados en la globalización pusieron en crisis la capacidad del Estado Nación, o no fueron asimilados por él, propiciando deterioro en las instituciones y pérdida de credibilidad en la política y los gobiernos.
Pero no se puede hablar de una epidemia, de la misma manera que los gobiernos de Lula y Dilma en Brasil, que propiciaron crecimiento y bienestar sacando a 30 millones de la pobreza, no son comparables con las pésimas administraciones de otras “izquierdas” en América Latina y en el mundo. La percepción de inseguridad, falta de autoridad o desgobierno, luego de la recesión en 2013, y la esperanza que frente a ellas consiguió representar en el imaginario popular este ex militar, fue decisiva en el triunfo de Bolsonaro.
El mejoramiento del nivel de vida logrado por millones de brasileños en los gobiernos Lula-Rousseff comenzó a jugar en su contra en las épocas de vacas flacas: sectores antes muy pobres se niegan a perder lo conseguido y depositan su esperanza en las promesas de un cambio con “autoridad” que mantenga el status alcanzado.
El destape de la corrupción hizo su parte al conocerse el escándalo de Lava Jato que terminó con Dilma destituida y el mismo Lula en cárcel. El voto del elector no es tan racional y no considera que la misma corrupción de Odebretch demostró que es indiferente a ideologías al penetrar a todos en otros países de Latinoamérica entre ellos el nuestro. El electorado tiene mala memoria: ha olvidado, también, que por corrupción fue destituido el derechista Collor de Melo en quien Brasil, luego de las dictaduras, ya había depositado sus esperanzas de cambio.
El racismo, en estos tiempos en que observamos su lamentable y extendida reaparición, pudo hacer también su parte: análisis recientes demostraron que la polarización alineó, mayoritariamente, con Haddad a quienes se consideran afrodescendientes, “pardos” o indígenas y con Bolsonaro a quienes se consideran blancos, más de la mitad de la población.
Los fallos judiciales, selectivos en cuanto a tiempos y momentos en que se produjeron, también “orientaron” la campaña y en esa medida pueden afirmarse sus efectos políticos. Si la corrupción puede ser más imputable a quienes ejercieron el gobierno, debería afectar a quienes se beneficiaron de ella, muchos de los cuales apoyaron a Bolsonaro. No fue así.
Finalmente se abre una inmensa expectativa acerca del choque entre unas instituciones que aún recuerdan las dictaduras y un presidente abiertamente autoritario. Las zonas grises en el régimen político, producto de la disrupción no resuelta entre democracia y globalización, las ocupa, también en Brasil, el populismo.