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Se acabó el comunismo, hace ya 25 años, pero no el anticomunismo. Este último sigue siendo una de las armas retóricas predilectas de la derecha en el mundo. Si en Colombia el Presidente Santos intenta una salida negociada a un conflicto de décadas, salen voces a advertir que Colombia va a convertirse en una nueva Cuba.
Si en España el partido político Podemos propone reestructurar la deuda, la derecha española pone el grito en el cielo porque esto supuestamente coloca al país en la senda del comunismo. Si en Estados Unidos se reforma al sistema de salud con un sistema de incentivos y castigos para que todos los ciudadanos compren seguros médicos a empresas privadas, el Partido Republicano clama que los Demócratas están destruyendo la economía capitalista y las libertades individuales. Es un recurso bastante antiguo. Por allá en 1944, en una de las predicciones más erróneas que cualquier economista haya formulado, el famoso economista austríaco Friedrich Hayek publicó su ensayo El Camino a la Servidumbre en el que pronosticaba que con la creación del Sistema Nacional de Salud Gran Bretaña se había colocado en el deslizadero que conduce al totalitarismo. Para este tipo de derecha, tal vez no muy numerosa pero sí muy influyente, cualquier reforma social por gradual que sea, termina inexorablemente en el Gulag.
No se puede negar la eficacia de este recurso. Nadie en su sano juicio quiere vivir en una sociedad donde se ejecuten cerca de un millón de presos políticos en dos años (como en la Gran Purga de Stalin), o donde la política de colectivización forzada de la tierra lleve a una hambruna que mate a treinta millones de personas (como en la China de Mao Tse Tung) o donde se desaloje la capital y el 20% de la población muera asesinada en un genocidio (como en la Cambodia de Pol Pot). Entonces, el procedimiento es muy sencillo: consiste en “demostrar” que todos y cada uno de esos horrores fueron producto de una ideología que, resulta ser “exactamente” la misma de quienes proponen, digamos, subir unos cuantos puntos porcentuales los impuestos a los más ricos. Pero este tipo de argumentación distorsiona la historia. El comunismo fue producto de una serie de circunstancias históricas muy complejas que no se pueden reducir simplemente a unos cuantos textos en alemán.
Hoy en día está claro que hay algunos factores que aumentan la probabilidad de que un país se enfrasque en espirales de violencia y en dinámicas autoritarias. Por ejemplo, mientras más grande un país, mientras más pobre, mientras menor sea su tradición democrática, mientras más étnicamente heterogéneo, es más probable que tenga una guerra civil. La Rusia de 1917 cumplía con todos estos requisitos al igual que la China de 1949 (ésta última con niveles menores de diversidad étnica) y muchos otros países donde triunfó el comunismo. Se trataba de casos en los que el régimen anterior colapsó en forma ignominiosa dejando países que estaban abocados al caos económico y político. En tales circunstancias era casi imposible que surgieran alternativas gradualistas y pacíficas como las que tanto nos gustan ahora.
Por otro lado, tanto la lógica como la historia enseñan que cualquier revolución se radicaliza, se vuelve más militarista y más dictatorial cuando se ve sometida al asedio internacional, independientemente de su ideología. Así ocurrió, por ejemplo, en Francia tras la revolución de 1789; la crisis desencadenada por la agresión de las potencias imperiales de Europa contribuyó a deslegitimar los gobiernos “moderados” abriéndole paso al Terror Jacobino. Es el caso también de la revolución iraní de 1979 que comenzó como un movimiento pluralista pero que tomó un viraje radical (entre otras cosas, anticomunista) ante la confrontación con Estados Unidos. Pues bien, la revolución rusa de 1917 siguió el mismo patrón. A dos años del triunfo bolchevique ya había tropas occidentales en territorio ruso tratando de ahogar la revolución en su cuna. La guerra civil, la agresión internacional (primero directa y luego a través de la amenaza nazi) contribuyeron a crear un clima tal que, trágicamente, no debe sorprender que el líder triunfante haya sido un paranoide profesional como Stalin que, dicho sea de paso, fue quien más comunistas asesinó durante el siglo XX.
Estos procesos tienen más bien poco que ver con la ideología y, de hecho, cuanto más se miran de cerca, más se advierte la enorme variedad de factores que intervinieron. En el caso extremo de Cambodia, por ejemplo, los estudios posteriores han demostrado que buena parte de la violencia genocida del Khmer Rojo tenía un componente racista que demonizaba y asesinaba a la población de origen vietnamita.
Vivimos en un mundo distinto del de 1917 (o del de 1987). Aunque existen sitios como Afghanistán o el Congo, el mundo de hoy es, por lo menos en muchas regiones, más rico, más urbano, con Estados más funcionales, con tradiciones democráticas más largas. ¿Alguien cree seriamente que Putin va a convertirse en un nuevo Stalin? ¿Tiene sentido creer que las nuevas políticas agrarias que se están pactando en La Habana van a colectivizar el campo colombiano y a generar una hambruna? Hay muchos problemas en el mundo, muchos riesgos, muchísimo margen para conflictos ideológicos. Pero lo responsable es entenderlos en sus propios términos y no buscando espectros de un pasado que no se parece en nada a nuestro tiempo. La historia del comunismo en el siglo XX fue, innegablemente, una tragedia colosal. Pero, por eso mismo, si queremos respetar las víctimas de esa historia tenemos que esforzarnos por entender sus circunstancias y no reducirlas a simple munición para las batallas ideológicas del siglo XXI.