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¿Por Qué No Soy Socialdemócrata?

Luis Fernando Medina
24 de noviembre de 2014 - 04:06 a. m.
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Ser socialdemócrata es signo de distinción y respetabilidad.

El socialdemócrata no es un populista. No me pregunten qué es ser populista porque yo tampoco tengo ni idea, pero sí sé que es algo horrible y que el socialdemócrata no lo es. El socialdemócrata no asusta a los mercados. Antes bien, los acepta y los entiende. Suele ser políglota y educado. En la universidad leyó a Marx pero evolucionó, eso sí, sin renegar ni arrepentirse. Defiende la redistribución pero, obviamente, entiende que los impuestos no pueden dañar los incentivos a la producción. No es estatista. Cree en la responsabilidad fiscal pero también entiende que se necesita mucha inversión en salud, educación e infraestructura.

En fin, el socialdemócrata es uno de los personajes más limpios y loables del ideario político actual. Lo digo sin ningún tipo de sorna: conozco varios socialdemócratas y en la vida real son tan buenos como los acabo de describir en la teoría. Por eso cuando los veo, y los oigo, y los leo me pregunto una y otra vez, parafraseando a Bertrand Russell: ¿por qué no soy socialdemócrata?

Después de mucho pensarlo, creo haber encontrado la respuesta: para el socialdemócrata, el gran problema de la política de nuestro tiempo es el de la igualdad. En cambio, yo no estoy tan seguro. Me explico. Nadie discute que en los últimos veinte o treinta años las economías de mercado (o sea, casi todas) se han vuelto mucho más desiguales. Hay quienes no ven en esto ningún problema (llamémoslos neoliberales) mientras que para los socialdemócratas este hecho tiene consecuencias nefastas para la vida política y social contemporánea. Por eso insisten tanto en defender el "gasto social", mejorar la inversión en salud pública y en educación pública, en elevar impuestos a los más ricos, en regular monopolios y un largo etcétera.

Hasta ahí yo estoy de acuerdo. Puesto a elegir entre el recetario neoliberal y el recetario socialdemócrata yo me inclino por el segundo sin pestañear. Pero ya que se trata de combatir con tanto ahínco la desigualdad, preguntémonos: ¿por qué es mala la desigualdad? No es una pregunta retórica. Dependiendo de cuáles sean los males de la desigualdad (si es que los hay) tendremos que escoger las herramientas para combatirla. Por ejemplo, algunos neoliberales creen que los males de la desigualdad están más que compensados por sus beneficios, tales como el hecho de que genera incentivos al trabajo y la creatividad. Otros neoliberales argumentan que si el problema de la desigualdad económica es que permite que los ricos capturen el Estado, la solución es simplemente reducir el tamaño del Estado.

Yo creo que los socialdemócratas se han equivocado en creer que los males de la desigualdad son autoevidentes, que solo alguien demasiado torpe o demasiado perverso los puede negar. Por eso no se han tomado en serio la pregunta que acabo de formular. Y cuando yo intento responderla según mi saber y entender, llego a conclusiones que no son socialdemócratas.

Para mí, el problema central de la desigualdad (hay otros que aquí no alcanzo a discutir) es que reduce la libertad real de las personas en la base de la pirámide. Para los neoliberales la esencia de la libertad es la libertad de empresa, pero para mí la libertad real es la libertad de formar proyectos de vida (no necesariamente empresas) con la menor cantidad de coacciones posibles. Y resulta que en toda sociedad moderna se necesitan enormes aparatos de coacción: las jerarquías, los mercados y los Estados. Todos son necesarios. Pero eso no quiere decir que no se puedan limitar y que tengamos que aceptar que crezcan cada vez más.

En sociedades muy desiguales (como Colombia), solo los más ricos tenemos la posibilidad de escaparnos de vez en cuando de dichos aparatos de coacción. Contratos flexibles, vacaciones largas, ambientes laborales relativamente igualitarios y cosas de ese estilo son logros que están al alcance de quienes hemos obtenido suficiente capital humano. (Sí, a veces los ejecutivos más exitosos son mucho menos libres. Pero eso solo refuerza mi punto central: la desigualdad no es necesariamente el problema.) Pero quienes no tienen ese privilegio no pueden disfrutar de todas esas esferas de libertad.

Entonces, para quienes piensan como yo (a quienes yo prefiero denominar socialistas a secas), el problema no es cómo reducir la desigualdad sino cómo aumentar la autonomía de las personas. Claro, para eso se necesita reducir la desigualdad, pero no es suficiente. El socialdemócrata acepta el funcionamiento de los mercados y los Estados tal como son y luego procede a buscar el equilibrio entre los dos de acuerdo a ciertos principios igualitarios. En cambio el socialista (como yo lo defino) pasa a preguntarse cómo se pueden cambiar los principios de funcionamiento tanto de los mercados como de los estados.

¿Cómo se pueden cambiar? Falta mucho por pensar, pero hay ideas sueltas, unas mejores que otras, casi todas aún por probar seriamente: incentivos a la propiedad cooperativa, extensión de los principios de negociación colectiva en el trabajo (cosa que los socialdemócratas de hace dos generaciones defendían), regulación democrática de las relaciones laborales, políticas macroeconómicas de pleno empleo y, por supuesto, mi idea predilecta, renta básica universal. En esta lista de pronto ni están todas las que son (seguro que hay más que se me escapan) ni son todas las que están (habrá algunas que mejor no ensayar). Pero quienes no somos ni neoliberales ni socialdemócratas tenemos que ir pensando en mejorar la lista, alargarla y estudiarla.
 

 

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