La herencia del toque toque
Luis Guillermo Ordoñez
¿A qué jugamos en Colombia? Fue esa pregunta la génesis de este especial periodístico que presentamos hoy y que nos ocupó durante buena parte de 2022. La respuesta, que aparentemente era sencilla, resultó mucho más compleja con el paso de los días, las lecturas, las charlas con los especialistas y la investigación en archivo. Porque así coincida la mayoría de la “gente del fútbol” en que el toque-toque es nuestra mayor característica, la que mejor aprovecha la condición técnica y la esencia del jugador colombiano, no ha sido el sello histórico de los clubes y las selecciones nacionales.
En la primera mitad del siglo pasado el aprendizaje fue lento. Los pocos equipos aficionados que existían jugaban a lo que saliera, o a lo que sabía su capitán o entrenador. Los pioneros fueron ingenieros ingleses que llegaron a la Costa Atlántica y les enseñaron a jugar a los nativos. Después vinieron jugadores y entrenadores del Río de la Plata, quienes introdujeron los primeros conceptos tácticos y algunos métodos de entrenamiento.
Ya con la creación del torneo rentado, en 1948, y El Dorado en los años siguientes, las influencias fueron más notorias. Cali, América y Medellín siguieron en algún momento la línea peruana; Júnior y Unión Magdalena, la brasileña; Cúcuta la uruguaya, y Pereira, la paraguaya. En Millonarios y Santa Fe siempre prevaleció la escuela argentina, seguramente la de un aporte más significativo al fútbol que se jugó en esas dos primeras décadas de semiprofesionalismo, con el nombre de Adolfo el Maestro Pedernera como referente dentro y fuera de las canchas.
Aunque durante esos 20 años del campeonato de primera división los jugadores colombianos eran minoría y apenas unos pocos alcanzaron a ser considerados figuras, en los 70 todo cambió. De la mano de Oswaldo Juan Zubeldía, Carlos Salvador Bilardo y Gabriel Ochoa Uribe comenzó a gestarse la generación de futbolistas y entrenadores que cambió la historia de nuestro balompié. Esa que supo asimilar los conceptos y adaptarlos a la idiosincrasia de nuestros jugadores.
Por eso, a finales de los 80, las selecciones de Luis Alfonso Marroquín y Francisco Maturana presentaron una propuesta que sedujo a la afición y que además dio resultados. Básicamente le apostaron a la tenencia de la pelota como esencia de su estilo. Si tengo el balón, no me agreden. Y en cualquier momento puedo agredir. Encontró Pacho ejecutores de lujo, liderados por un personaje carismático que interpretó perfectamente lo que quería el entrenador: Carlos el Pibe Valderrama.
Y gozamos durante una década, con más triunfos que derrotas, de un equipo que representó muy dignamente al país, que le dio alegrías en un momento oscuro y violento, en el que había pocos motivos de orgullo. Y les jugó de tú a tú a los mejores equipos del mundo, sin desentonar. Se ganó el respeto de la élite internacional. Para entonces, los futbolistas ya no eran los vagos del barrio, sino profesionales exitosos y millonarios. Una opción de vida.
Pero retirados Valderrama y compañía no volvimos a encontrar el rumbo. El recambio costó lágrimas y eliminaciones. Se demoró. Llegó con una generación dorada y exitosa, cuyos talentos se juntaron para armar una selección que terminó quinta en el Mundial de Brasil 2014, con James Rodríguez como goleador incluido. Más individualidades, pero menos equipo que el de los 90. Mejores resultados, pero una idea menos sólida, probablemente más flexible, y por eso mismo efectiva.
No era el equipo de la posesión, sino el de las transiciones. Cambió la filigrana por la practicidad y nos devolvió al prestigio internacional. Pero no enamoró tanto. La ambición por mejorar y recuperar la esencia precipitó cambios después del Mundial de Rusia y la falta de liderazgo, además del desgaste de un plantel que tuvo mayor trajín, responsabilidad y compromisos, nos hicieron apartarnos definitivamente del camino para terminar eliminados de Catar 2022.
Con el fútbol femenino el proceso ha sido similar. Pioneras en los 80 y 90, remando contra la corriente. Resultados desde hace una década y un país emocionado rodeando a las “Superpoderosas”. Una liga en crecimiento, aún con peros logísticos, administrativos y económicos, pero con la continuidad que le va a permitir consolidarse. Hoy hay mujeres futbolistas profesionales y en el futuro serán muchas más, por condición, capacidad y aceptación social.
¿A qué jugamos? A muchas cosas. ¿A qué queremos jugar? Seguramente a eso que nos marcó en los 90 y hemos tratado infructuosamente de recuperar. Lean, vean y escuchen este especial para que saquen sus propias conclusiones. De lo que no hay duda es de que si hay algo que nos une e identifica como país es la selección de fútbol.
Vea nuestro especial: ¿A qué jugamos?: La identidad del fútbol colombiano
¿A qué jugamos en Colombia? Fue esa pregunta la génesis de este especial periodístico que presentamos hoy y que nos ocupó durante buena parte de 2022. La respuesta, que aparentemente era sencilla, resultó mucho más compleja con el paso de los días, las lecturas, las charlas con los especialistas y la investigación en archivo. Porque así coincida la mayoría de la “gente del fútbol” en que el toque-toque es nuestra mayor característica, la que mejor aprovecha la condición técnica y la esencia del jugador colombiano, no ha sido el sello histórico de los clubes y las selecciones nacionales.
En la primera mitad del siglo pasado el aprendizaje fue lento. Los pocos equipos aficionados que existían jugaban a lo que saliera, o a lo que sabía su capitán o entrenador. Los pioneros fueron ingenieros ingleses que llegaron a la Costa Atlántica y les enseñaron a jugar a los nativos. Después vinieron jugadores y entrenadores del Río de la Plata, quienes introdujeron los primeros conceptos tácticos y algunos métodos de entrenamiento.
Ya con la creación del torneo rentado, en 1948, y El Dorado en los años siguientes, las influencias fueron más notorias. Cali, América y Medellín siguieron en algún momento la línea peruana; Júnior y Unión Magdalena, la brasileña; Cúcuta la uruguaya, y Pereira, la paraguaya. En Millonarios y Santa Fe siempre prevaleció la escuela argentina, seguramente la de un aporte más significativo al fútbol que se jugó en esas dos primeras décadas de semiprofesionalismo, con el nombre de Adolfo el Maestro Pedernera como referente dentro y fuera de las canchas.
Aunque durante esos 20 años del campeonato de primera división los jugadores colombianos eran minoría y apenas unos pocos alcanzaron a ser considerados figuras, en los 70 todo cambió. De la mano de Oswaldo Juan Zubeldía, Carlos Salvador Bilardo y Gabriel Ochoa Uribe comenzó a gestarse la generación de futbolistas y entrenadores que cambió la historia de nuestro balompié. Esa que supo asimilar los conceptos y adaptarlos a la idiosincrasia de nuestros jugadores.
Por eso, a finales de los 80, las selecciones de Luis Alfonso Marroquín y Francisco Maturana presentaron una propuesta que sedujo a la afición y que además dio resultados. Básicamente le apostaron a la tenencia de la pelota como esencia de su estilo. Si tengo el balón, no me agreden. Y en cualquier momento puedo agredir. Encontró Pacho ejecutores de lujo, liderados por un personaje carismático que interpretó perfectamente lo que quería el entrenador: Carlos el Pibe Valderrama.
Y gozamos durante una década, con más triunfos que derrotas, de un equipo que representó muy dignamente al país, que le dio alegrías en un momento oscuro y violento, en el que había pocos motivos de orgullo. Y les jugó de tú a tú a los mejores equipos del mundo, sin desentonar. Se ganó el respeto de la élite internacional. Para entonces, los futbolistas ya no eran los vagos del barrio, sino profesionales exitosos y millonarios. Una opción de vida.
Pero retirados Valderrama y compañía no volvimos a encontrar el rumbo. El recambio costó lágrimas y eliminaciones. Se demoró. Llegó con una generación dorada y exitosa, cuyos talentos se juntaron para armar una selección que terminó quinta en el Mundial de Brasil 2014, con James Rodríguez como goleador incluido. Más individualidades, pero menos equipo que el de los 90. Mejores resultados, pero una idea menos sólida, probablemente más flexible, y por eso mismo efectiva.
No era el equipo de la posesión, sino el de las transiciones. Cambió la filigrana por la practicidad y nos devolvió al prestigio internacional. Pero no enamoró tanto. La ambición por mejorar y recuperar la esencia precipitó cambios después del Mundial de Rusia y la falta de liderazgo, además del desgaste de un plantel que tuvo mayor trajín, responsabilidad y compromisos, nos hicieron apartarnos definitivamente del camino para terminar eliminados de Catar 2022.
Con el fútbol femenino el proceso ha sido similar. Pioneras en los 80 y 90, remando contra la corriente. Resultados desde hace una década y un país emocionado rodeando a las “Superpoderosas”. Una liga en crecimiento, aún con peros logísticos, administrativos y económicos, pero con la continuidad que le va a permitir consolidarse. Hoy hay mujeres futbolistas profesionales y en el futuro serán muchas más, por condición, capacidad y aceptación social.
¿A qué jugamos? A muchas cosas. ¿A qué queremos jugar? Seguramente a eso que nos marcó en los 90 y hemos tratado infructuosamente de recuperar. Lean, vean y escuchen este especial para que saquen sus propias conclusiones. De lo que no hay duda es de que si hay algo que nos une e identifica como país es la selección de fútbol.
Vea nuestro especial: ¿A qué jugamos?: La identidad del fútbol colombiano