Esta semana tuve que regresar la universidad a hacer algunas vueltas, ya que siempre hay algún creativo que le pide a uno un papel con un sello diferente o, peor aún, lo exige actualizado con un periodo de “menos de 90 días”. Tramitar ese papel me hizo recorrer, de nuevo, unas calles por las que caminé asiduamente en 1999. Con gran sorpresa encontré abiertos muchos pequeños negocios de esa época, y también vi varios locales que dieron paso a cadenas de comida. Otra sorpresa fue la avalancha de puestos de arepas con queso, chorizo y huevos.
Permítanme un poco de contexto de esta visita. Siendo las 8 de la mañana de una temporada de vacaciones, obviamente no fue fácil encontrar un desayuno en plena zona universitaria del Parque Nacional. Tenía claro que no quería cafetería institucional, así que bajé hasta la trece y me topé con varias panaderías deliciosas, un negocio de venta de guanábana despulpada que me causo mucha curiosidad, al que prometo volver, y un lugar mágico para mi vida de universidad: @san_marcos_1943. Para finales del siglo pasado, San Marcos era un premio: poder sentarse a comer una excelente pasta y, de paso, algo dulce de la panadería. Ahí uno iba a la fija, y además sabía que podía estudiar tranquilo.
Hoy sigue intacto. Una que otra remodelación locativa, pero en líneas generales todo es igual: la misma sonrisa de quienes atienden, el tamal como para chuparse los dedos y una panadería donde sin lugar a duda la receta nunca cambió, y que por lo tanto sigue siendo la perdición, pues no hay nada malo, y todo sabe igual que lo esperaba. Me recordó lo sencilla que es la vida de barrio, donde la gente aún saluda y está dispuesta a ayudarlo a uno con flexibilidad.
Salimos y seguimos a pie. Más tiendas, panaderías, misceláneas, carros de fruta y arepas, como ya les dije. Todo sencillo y hasta con megáfono, eso sí, ya sin payaso. Quizás sea porque vivo en un municipio a las afueras de Bogotá, donde la tienda es muy lejos y las compras directas con los productores son lo más fácil, pero fue muy grato encontrar vecinos que, sin conocerme, me dejaron tomarme algo y pagar al final, mientras me sentaba en una mesa en la acera.
Mientras desayunábamos, la amiga que me acompañaba comenzó a contarme cómo los fines de semana ella hace cola por el tamal de la panadería de su barrio, de donde religiosamente lleva pan blandito, en un momento de dicha entre el tendero y ella. La tarea para esos negocios no está siendo nada fácil. A diferencia de San Marcos, a la que uno llega por coordenadas e historias, las tiendas, mercados, panaderías y hasta misceláneas de barrio enfrentan una economía que, aunque ha mejorado, sigue siendo la del rebusque para muchas familias.
Fiado, a crédito, con cuenta abierta o como lo quieran llamar, las listas de deudores están creciendo en cada negocio. Los productos más buscados vienen siendo los de las promociones, o quizás los mismos de siempre, pero en menor cantidad. Me contaba un tendero que lo que más se vende ahora es la bolsa de arroz (bolsa de cuarto) y media cubeta de huevos, pues la carne y el pollo están impagables. La canasta familiar es un juego de fichas por estos días, y siguen siendo los tenderos quienes salvan al 90% de los colombianos.
Las tiendas que vi en este recorrido por el centro y Teusaquillo, en Bogotá, tienen algo de verduras, frutas, abarrotes, y hasta misceláneas, para las tareas. Todas están perfectamente dotadas, y muchas ahora son corresponsales bancarios y venden paquetes para celulares. En fin, todo lo que piensen ahí se consigue, incluyendo el cuaderno de los clientes, el encendedor amarrado a la caja, el salchichón colgado secando y los dos espejos redondos que mantienen el orden y la seguridad. Uno se siente como en casa, y como si el tiempo no hubiera pasado.
Las tiendas de barrio son ese espacio social que, lentamente, está recobrando su lugar de importancia. Les apuesto que cada uno tiene una gran memoria de infancia de su tienda, esa donde nos sentíamos grandes con las monedas que nos daban. Esos lugares son un dinamizador de nuestra economía, pues le dan espacio a muchas marcas pequeñas que nunca tendrían entrada a una gran superficie.
Amigo tendero, gracias por sobrevivir en medio de esta inestable economía, gracias para ayudarnos a pasar los días de una manera más sencilla y, sobre todo, por recibirnos a todos, tanto los productores como a los compradores.
A San Marcos, larga vida para estas comidas que nutren el alma. Gracias a cada uno de sus empleados por la paciencia y amor en la atención, por las que vale la pena ir y repetir. Mantecada, danesa, pan blandito, buñuelos con huevos en cacerola o tamal, no hay pierde. Y a la hora del almuerzo, no olviden que toda la pasta es de campeonato.
Esta semana tuve que regresar la universidad a hacer algunas vueltas, ya que siempre hay algún creativo que le pide a uno un papel con un sello diferente o, peor aún, lo exige actualizado con un periodo de “menos de 90 días”. Tramitar ese papel me hizo recorrer, de nuevo, unas calles por las que caminé asiduamente en 1999. Con gran sorpresa encontré abiertos muchos pequeños negocios de esa época, y también vi varios locales que dieron paso a cadenas de comida. Otra sorpresa fue la avalancha de puestos de arepas con queso, chorizo y huevos.
Permítanme un poco de contexto de esta visita. Siendo las 8 de la mañana de una temporada de vacaciones, obviamente no fue fácil encontrar un desayuno en plena zona universitaria del Parque Nacional. Tenía claro que no quería cafetería institucional, así que bajé hasta la trece y me topé con varias panaderías deliciosas, un negocio de venta de guanábana despulpada que me causo mucha curiosidad, al que prometo volver, y un lugar mágico para mi vida de universidad: @san_marcos_1943. Para finales del siglo pasado, San Marcos era un premio: poder sentarse a comer una excelente pasta y, de paso, algo dulce de la panadería. Ahí uno iba a la fija, y además sabía que podía estudiar tranquilo.
Hoy sigue intacto. Una que otra remodelación locativa, pero en líneas generales todo es igual: la misma sonrisa de quienes atienden, el tamal como para chuparse los dedos y una panadería donde sin lugar a duda la receta nunca cambió, y que por lo tanto sigue siendo la perdición, pues no hay nada malo, y todo sabe igual que lo esperaba. Me recordó lo sencilla que es la vida de barrio, donde la gente aún saluda y está dispuesta a ayudarlo a uno con flexibilidad.
Salimos y seguimos a pie. Más tiendas, panaderías, misceláneas, carros de fruta y arepas, como ya les dije. Todo sencillo y hasta con megáfono, eso sí, ya sin payaso. Quizás sea porque vivo en un municipio a las afueras de Bogotá, donde la tienda es muy lejos y las compras directas con los productores son lo más fácil, pero fue muy grato encontrar vecinos que, sin conocerme, me dejaron tomarme algo y pagar al final, mientras me sentaba en una mesa en la acera.
Mientras desayunábamos, la amiga que me acompañaba comenzó a contarme cómo los fines de semana ella hace cola por el tamal de la panadería de su barrio, de donde religiosamente lleva pan blandito, en un momento de dicha entre el tendero y ella. La tarea para esos negocios no está siendo nada fácil. A diferencia de San Marcos, a la que uno llega por coordenadas e historias, las tiendas, mercados, panaderías y hasta misceláneas de barrio enfrentan una economía que, aunque ha mejorado, sigue siendo la del rebusque para muchas familias.
Fiado, a crédito, con cuenta abierta o como lo quieran llamar, las listas de deudores están creciendo en cada negocio. Los productos más buscados vienen siendo los de las promociones, o quizás los mismos de siempre, pero en menor cantidad. Me contaba un tendero que lo que más se vende ahora es la bolsa de arroz (bolsa de cuarto) y media cubeta de huevos, pues la carne y el pollo están impagables. La canasta familiar es un juego de fichas por estos días, y siguen siendo los tenderos quienes salvan al 90% de los colombianos.
Las tiendas que vi en este recorrido por el centro y Teusaquillo, en Bogotá, tienen algo de verduras, frutas, abarrotes, y hasta misceláneas, para las tareas. Todas están perfectamente dotadas, y muchas ahora son corresponsales bancarios y venden paquetes para celulares. En fin, todo lo que piensen ahí se consigue, incluyendo el cuaderno de los clientes, el encendedor amarrado a la caja, el salchichón colgado secando y los dos espejos redondos que mantienen el orden y la seguridad. Uno se siente como en casa, y como si el tiempo no hubiera pasado.
Las tiendas de barrio son ese espacio social que, lentamente, está recobrando su lugar de importancia. Les apuesto que cada uno tiene una gran memoria de infancia de su tienda, esa donde nos sentíamos grandes con las monedas que nos daban. Esos lugares son un dinamizador de nuestra economía, pues le dan espacio a muchas marcas pequeñas que nunca tendrían entrada a una gran superficie.
Amigo tendero, gracias por sobrevivir en medio de esta inestable economía, gracias para ayudarnos a pasar los días de una manera más sencilla y, sobre todo, por recibirnos a todos, tanto los productores como a los compradores.
A San Marcos, larga vida para estas comidas que nutren el alma. Gracias a cada uno de sus empleados por la paciencia y amor en la atención, por las que vale la pena ir y repetir. Mantecada, danesa, pan blandito, buñuelos con huevos en cacerola o tamal, no hay pierde. Y a la hora del almuerzo, no olviden que toda la pasta es de campeonato.