El título de esta columna es el nombre con el que muchos se refieren a esos amigos que de vez en cuando dan una vueltica. El mismísimo y mal llamado “arrocito en bajo”, ese con el que se pasa rico por un tiempo, pero no da para comprometerse a nada más serio. Ese tipo de personajes con los que no se puede pasar a una relación que permitiría construir y hasta sumar, pero que igual exige siempre un nivel mental totalmente distinto, propuestas firmes y hasta sacrificios. Mis queridos, no olviden que un arroz en bajito es el que mejor abre, el más rodadito y el que seguro hace pega… es una delicia de bocado en la cocina.
Así como el “arrocito en bajo” es mi relación con las dietas. Y sí que me ha costado cerrar el pico para no llegar a Navidad en una talla que me haga insufrible el coquetear con tantos buñuelos, conservas y tamales que llegarán a mí entre tutainas, encuentros familiares y mucho “chucu-chucu”; y es que desde las cuñas radiales ya están anunciando, con bombos y platillos, que llegó diciembre con su alegría.
Armando el árbol de Navidad (sí, a mediados de noviembre, yo soy así) estuve recapacitando sobre el no ponerme en cintura, ese tema que me agobia. Y eso que en mi casa somos de los que hacen el ayuno intermitente y tratamos (ojo, tratamos) de hacer una dieta que a mí me resulta fácil: proteínas y verduras. Pero la “cereza del pastel” no es otra sino que después de almuerzo me derrito por un café con un buen trozo de torta blanca. Es mi debilidad y aquí lo declaro: bizcochuelos, panecitos dulces, alguna masita, así sea de paquetico, que me traiga al corazón las que mi abuela horneaba cada semana, para que siempre tuviéramos algo dulce que galguear. Y por ellas sí que entrego mi reino. Una torta de vainilla, una mantecada, alguna esponjita que me traiga ese bienestar que produce esa textura suave en la boca.
La verdad, creo que seguiré en esta amistad sabrosa con las “dietas con derechos”, que permiten pecar y ser infiel pero sin culpa, y con lujuria, porque tanto látigo en la vida no se vale. Me doy permiso de apretarme el cinturón en unas cosas, pero que no me quiten lo bailao. Si un día quiero hacer unos dátiles rellenos de mantequilla de maní y cubrirlos con chocolate, muy keto y muy “ketimporta”, sí, me los como. Me ha dado por hornear galletas por culpa de mi mejor amiga, que es experta y que con cada foto que me manda parece enviar su aroma desde Instagram hasta mi nariz. También confieso que he pecado con una costumbre apropiada por ahí, y muy de estas épocas, que son los masmelos en cualquier presentación: chocolate caliente, chomelos, en la chimenea con chocolate y galleta María.
Seamos felices. Un apretón por acá y una indulgencia por allá, pecar y rezar, que así empatamos. De eso va esta vida, de gozar con moderación, de saborearse con intensidad cada momento, que para sufrir no vinimos a este plano existencial. Lo que hay que hacer es ser feliz, porque está comprobado que si uno lo es, irradia montones de buena vibra a todo su círculo cercano, y así mismo unos a otros. Están mandados a recoger los amargados, los que le quitan el “tumbao” a la vida y viven negados a sonreírle a un pecadillo que les alegre ese corazón lleno de reglas.
¡Que empiece la Navidad!
El título de esta columna es el nombre con el que muchos se refieren a esos amigos que de vez en cuando dan una vueltica. El mismísimo y mal llamado “arrocito en bajo”, ese con el que se pasa rico por un tiempo, pero no da para comprometerse a nada más serio. Ese tipo de personajes con los que no se puede pasar a una relación que permitiría construir y hasta sumar, pero que igual exige siempre un nivel mental totalmente distinto, propuestas firmes y hasta sacrificios. Mis queridos, no olviden que un arroz en bajito es el que mejor abre, el más rodadito y el que seguro hace pega… es una delicia de bocado en la cocina.
Así como el “arrocito en bajo” es mi relación con las dietas. Y sí que me ha costado cerrar el pico para no llegar a Navidad en una talla que me haga insufrible el coquetear con tantos buñuelos, conservas y tamales que llegarán a mí entre tutainas, encuentros familiares y mucho “chucu-chucu”; y es que desde las cuñas radiales ya están anunciando, con bombos y platillos, que llegó diciembre con su alegría.
Armando el árbol de Navidad (sí, a mediados de noviembre, yo soy así) estuve recapacitando sobre el no ponerme en cintura, ese tema que me agobia. Y eso que en mi casa somos de los que hacen el ayuno intermitente y tratamos (ojo, tratamos) de hacer una dieta que a mí me resulta fácil: proteínas y verduras. Pero la “cereza del pastel” no es otra sino que después de almuerzo me derrito por un café con un buen trozo de torta blanca. Es mi debilidad y aquí lo declaro: bizcochuelos, panecitos dulces, alguna masita, así sea de paquetico, que me traiga al corazón las que mi abuela horneaba cada semana, para que siempre tuviéramos algo dulce que galguear. Y por ellas sí que entrego mi reino. Una torta de vainilla, una mantecada, alguna esponjita que me traiga ese bienestar que produce esa textura suave en la boca.
La verdad, creo que seguiré en esta amistad sabrosa con las “dietas con derechos”, que permiten pecar y ser infiel pero sin culpa, y con lujuria, porque tanto látigo en la vida no se vale. Me doy permiso de apretarme el cinturón en unas cosas, pero que no me quiten lo bailao. Si un día quiero hacer unos dátiles rellenos de mantequilla de maní y cubrirlos con chocolate, muy keto y muy “ketimporta”, sí, me los como. Me ha dado por hornear galletas por culpa de mi mejor amiga, que es experta y que con cada foto que me manda parece enviar su aroma desde Instagram hasta mi nariz. También confieso que he pecado con una costumbre apropiada por ahí, y muy de estas épocas, que son los masmelos en cualquier presentación: chocolate caliente, chomelos, en la chimenea con chocolate y galleta María.
Seamos felices. Un apretón por acá y una indulgencia por allá, pecar y rezar, que así empatamos. De eso va esta vida, de gozar con moderación, de saborearse con intensidad cada momento, que para sufrir no vinimos a este plano existencial. Lo que hay que hacer es ser feliz, porque está comprobado que si uno lo es, irradia montones de buena vibra a todo su círculo cercano, y así mismo unos a otros. Están mandados a recoger los amargados, los que le quitan el “tumbao” a la vida y viven negados a sonreírle a un pecadillo que les alegre ese corazón lleno de reglas.
¡Que empiece la Navidad!