A banano, caña, uchuva, arepas, fríjoles y chicharrón. Y también a mielmesabe, a cuajada y a mojicón. ¡Me sabe a trabajo, a templanza y a gloria! Me sabe a lo que representa esa sonrisa de cada uno de nuestros campesinos, a la labor de todas las manos que recogen los más excelsos granos de café, a las cosechas de los cultivadores de aguacate que llegan a los restaurantes del mundo. A cada una de las personas que hace posible la logística para que nuestras frutas estén entre las más apetecidas en el mundo, nuestro café el más añorado y nuestras artesanías, las más valorizadas. ¡A eso y mucho más me sabe Colombia!
Por estos días he visto cómo cambiaron los productos del día a día de acuerdo con el abastecimiento. Unos días mi sagrada papita, otro día plátanos, quizá mañana arveja, pero ajustados al valor y a la cantidad. Pensamos que iban a ser días fáciles, pero, por el contrario, han sido más complejos de lo que pensamos, no solo en la cantidad y la calidad, sino en el valor que pagamos por cada producto.
Especulación dicen varios, otros hablan de abuso. Lo cierto es que mover nuestros alimentos no está siendo pan comido. Así los fatalistas, casi que adivinos, divaguen en que todo es una teoría de la conspiración, los puestos cerrados en las plazas, las tiendas con canastas vacías y los huevos para el desayuno graneados dicen todo lo contrario. Si no me creen, pasen por el fruver de la cuadra o una miradita a la plaza de mercado de su ciudad. El panorama es triste, y habla muy claro de lo que sucede en toda la cadena de abastecimiento.
Extraño los aguacates, quiero banano y agradecería que los cultivos de mis vecinos no se perdieran. ¿Qué he aprendido de esta realidad? Que los pequeños cultivadores son unos berracos, que los tenderos que decidieron recibir esos cultivos, aunque con puntos negros, hacen país llevando el alimento a cientos de familias. Atrás quedaron los productos perfectos de las cadenas; hoy los víveres pecosos, los que llegan mordidos por algún bicho hasta los productos que llegan algo verdes, están de moda. Son comida y esa ya es una gran lección humana.
Cada departamento tiene sus semillas, sus sabores y sus cultivos. Los pelaos extrañan su leche diaria, otros sus coladas, pero lo que más extrañan es la libertad de contar con la seguridad de que habrá algo delicioso en la mesa. Nuestras afugias ya no solo están en lo que representa el virus que nos acompaña desde que llegó la pandemia; ahora le sumamos al pico las canastas, las ollas y hasta los cultivos… Todos nos quitan el sueño porque estamos hablando de lo básico: la salud, el alimento y la vida.
Pinten un croquis de Colombia, métanle corazón, color y hasta escarcha al mar. Ahora pónganle sabor: el arroz del Tolima, los quesos y productos lácteos boyacenses, la carne costeña o de los Llanos, y todo lo que nos dan los mares y ríos. El biche del pacifico, el cuy de Nariño y mucho café, como el de la Gaviota, que vimos volar en televisión. Ahora borre los bloqueos, desarme a la gente de palabra y corazón y verá cómo ese dibujo cobra vida para muchos de nosotros. Esto parece un cuento mal contado, pero en realidad es un cuento que a diario podemos reescribir desde el diálogo, la tolerancia y el trabajo conjunto.
¡Meterle sabor y sazón a lo que nos sabe Colombia hoy será la receta ganadora para transformar un mal cuento que estamos escribiendo!
A banano, caña, uchuva, arepas, fríjoles y chicharrón. Y también a mielmesabe, a cuajada y a mojicón. ¡Me sabe a trabajo, a templanza y a gloria! Me sabe a lo que representa esa sonrisa de cada uno de nuestros campesinos, a la labor de todas las manos que recogen los más excelsos granos de café, a las cosechas de los cultivadores de aguacate que llegan a los restaurantes del mundo. A cada una de las personas que hace posible la logística para que nuestras frutas estén entre las más apetecidas en el mundo, nuestro café el más añorado y nuestras artesanías, las más valorizadas. ¡A eso y mucho más me sabe Colombia!
Por estos días he visto cómo cambiaron los productos del día a día de acuerdo con el abastecimiento. Unos días mi sagrada papita, otro día plátanos, quizá mañana arveja, pero ajustados al valor y a la cantidad. Pensamos que iban a ser días fáciles, pero, por el contrario, han sido más complejos de lo que pensamos, no solo en la cantidad y la calidad, sino en el valor que pagamos por cada producto.
Especulación dicen varios, otros hablan de abuso. Lo cierto es que mover nuestros alimentos no está siendo pan comido. Así los fatalistas, casi que adivinos, divaguen en que todo es una teoría de la conspiración, los puestos cerrados en las plazas, las tiendas con canastas vacías y los huevos para el desayuno graneados dicen todo lo contrario. Si no me creen, pasen por el fruver de la cuadra o una miradita a la plaza de mercado de su ciudad. El panorama es triste, y habla muy claro de lo que sucede en toda la cadena de abastecimiento.
Extraño los aguacates, quiero banano y agradecería que los cultivos de mis vecinos no se perdieran. ¿Qué he aprendido de esta realidad? Que los pequeños cultivadores son unos berracos, que los tenderos que decidieron recibir esos cultivos, aunque con puntos negros, hacen país llevando el alimento a cientos de familias. Atrás quedaron los productos perfectos de las cadenas; hoy los víveres pecosos, los que llegan mordidos por algún bicho hasta los productos que llegan algo verdes, están de moda. Son comida y esa ya es una gran lección humana.
Cada departamento tiene sus semillas, sus sabores y sus cultivos. Los pelaos extrañan su leche diaria, otros sus coladas, pero lo que más extrañan es la libertad de contar con la seguridad de que habrá algo delicioso en la mesa. Nuestras afugias ya no solo están en lo que representa el virus que nos acompaña desde que llegó la pandemia; ahora le sumamos al pico las canastas, las ollas y hasta los cultivos… Todos nos quitan el sueño porque estamos hablando de lo básico: la salud, el alimento y la vida.
Pinten un croquis de Colombia, métanle corazón, color y hasta escarcha al mar. Ahora pónganle sabor: el arroz del Tolima, los quesos y productos lácteos boyacenses, la carne costeña o de los Llanos, y todo lo que nos dan los mares y ríos. El biche del pacifico, el cuy de Nariño y mucho café, como el de la Gaviota, que vimos volar en televisión. Ahora borre los bloqueos, desarme a la gente de palabra y corazón y verá cómo ese dibujo cobra vida para muchos de nosotros. Esto parece un cuento mal contado, pero en realidad es un cuento que a diario podemos reescribir desde el diálogo, la tolerancia y el trabajo conjunto.
¡Meterle sabor y sazón a lo que nos sabe Colombia hoy será la receta ganadora para transformar un mal cuento que estamos escribiendo!